SALIR

Tenía por costumbre cepillar la suela de sus zapatos al emprender un viaje y ciertamente fue lo último que hizo antes de salir.

Primero desplegó sobre la cama todo lo que se llevaría.

Prefirió permanecer de pie, como si lo visto y oído hasta ese momento no fuera más que la invención de alguien que sin dudas no era él.

Desnudo frente a la cama, repasó mentalmente cada objeto a llevar. Sopesó con meticulosidad los pros y contras adelantándose a los acontecimientos que imaginaba viviría de ahora en adelante. Pero sabía perfectamente que aquello que no podía prever era justamente lo que importaba.

Intentó en vano dominar la ansiedad que lo invadía.

Hizo un par de llamadas sin que nadie al otro lado contestara. Eran las cinco de la mañana.

Por la ventana entraba el sonido amortiguado del televisor del vecino dormido como de costumbre mirando algún programa cultural: No...no. Yo no soy un artista. Sólo soy un puente, un canal de transmisión entre una dimensión intangible e imaginaria y un soporte visible y tangible... No invento nada que ya no esté allí, en alguna parte de...

Al final la lista de lo que llevaría consigo quedó así:

Dos calzoncillos. Una camiseta de manga corta. Una de manga larga. Un pullover liviano. Un saco con el forro desmontable. Un pantalón largo. Un pantalón corto. Una camisa. Un sombrero. Un cepillo de dientes y pasta. Un corta uñas. Una navaja suiza. Curitas. Un pañuelo. Dos pares de medias. Un par de zapatos de cuero ablandado por el uso pero con suela nueva. Un par de lentes. Una libreta. Dos lapiceros. Pasaporte vigente. Tarjeta de débito. Mil euros en efectivo. Ningún bolso: todo puesto y en los bolsillos.

En otro tiempo, quizás en otro lugar, existía de antemano lo que ahora no lograba nombrar. Ese algo, sin embargo, lo nombraba sin que lo supiera.

De pronto vio esta imagen: la plaza del barrio estaba desierta. Sus pasos eran amplificados por el silencio. Entonces la atravesó corriendo para minimizar el contacto de las suelas contra el pavimento. Casi como si volara. Al volverse sobre sí, jadeando, vio cómo las hojas otoñales levantadas a su paso permanecían inmóviles suspendidas en el aire.

Y luego esta otra imagen: tras el muro de piedras se delineaban las nubes bajas de la tormenta. ¿Pero para qué habrían escrito con cal el número setenta y siete?

Sentía más impotencia que rabia y más miedo que felicidad. Más calor que frío, más altura que horizontalidad. Más ausencias que pensamientos.

Cerró con llave la puerta de la casa. Avanzó dos pasos hacia la calle todavía en penumbras y se detuvo. Regresó y abrió otra vez la puerta. Apagó la luz exterior y volvió a cerrar la puerta. Al llegar a la esquina arrojó las llaves al contenedor de la basura y se alejó caminando por la calle vacía sin mirar atrás.

Caminó sin detenerse hasta salir de la ciudad. Le pesaban los bolsillos y hacía calor. Se quitó el saco y respiró hondo. Miró la punta de sus zapatos relucientes de lustre y sonrió. La carretera se perdía recta en el horizonte brumoso. Continuó caminando. Al principio contaba los postes de electricidad, más tarde sus pasos. Ya cerca del mediodía trepó un leve colina y se sentó a contemplar las hileras de heno enrollado que estriaban los campos en reposo. Estaba a punto de llorar, cuando otro sentimiento se lo impidió.

Creyó que la tarde no acabaría más. Del goteo de una manguera rota de riego bebió agua. Antes había consumido el emparedado que llevaba en uno de sus bolsillos. Ahora caminaba por un sendero lateral a la carretera y silbaba distraído una melodía que había escuchado el día anterior en la televisión del vecino. Cuando lo recordó dejó de silbar. El viento fresco comenzó a secar el sudor de su cuerpo. Falta poco, dijo en voz alta. Carraspeó y continuó andando.

Al llegar la noche, tenía hambre y le dolían las piernas. Encontró un olivo a cuyo pie se echó a dormir. No sentía frío y estaba orgulloso de sus zapatos. Por la mañana temprano resolvería lo del hambre pues ahora lo vencía el cansancio. Se cubrió con el saco y tapó su rostro con el sombrero para evitar el punto luminoso de la luna. Antes de dormirse intuyó un difuso miedo al desamparo.

El día de la marmota, pensó apenas despertó y golpeó entre sí sus zapatos sacudiéndoles el polvo.

Desayunó limones y naranjas que robó de los linderos de una plantación. Sintió las encías adormecidas. Estiró y contrajo los labios en muecas forzadas durante varios minutos hasta que sintió el rostro relajado y las pupilas adecuadas al sol que comenzaba a elevarse. Dijo su nombre en voz alta, pero no sintió pena como otras veces.

A medida que andaba, se iban espaciando los pensamientos e iba aceptando su silencio. El viento en los oídos le parecía maravilloso y cuando llegaba algún sonido distante, como por ejemplo el ladrido de un perro o el motor de un camión, se sobresaltaba. Sonreía para sus adentros y seguía andando.

Nunca vi una marmota, reflexionó.

Había marchado media jornada y no estaba cansado. Apenas un poco de sed que podía controlar.

Recordó con precisión su navaja cortando una naranja. Primero en dos mitades, luego en otras dos. Pudo sentir en su boca el ácido frescor de cada uno de los cuatro gajos, el sonido al chuparlas, el jugo derramado pegoteándose inmediatamente entre sus dedos que relamió hasta saborear el gusto amargo que escupió repetidas veces y lo acompañó el resto de la mañana.

Al principio no, pero con el paso de las horas, comenzó a molestarle inesperadamente la visión de su sombra delante suyo. Como no había atisbo de que se nublara, corrigió su rumbo en 180 grados para dejar de verla.

En medio de la inmensa llanura de pajonales, había un cedro solitario que ofrecía una sombra reparadora. Un poco más allá, en la mitad del declive de una colina, se divisaba una casa de piedra. El hambre adormecida de tanto masticar yuyos se desató sin aviso como una tormenta.

La tormenta no tardó en ser real. Acercarse a la casa le llevó un par de horas. Tal fue su error de cálculo cuando la divisó a lo lejos.

No tenía puertas ni ventanas y en el frente (pero cual era el frente?) estaba escrito con brocha y cal el número 77. La rodeó un par de veces intentando encontrar un lugar por donde entrar. Llovía fuerte y comenzó a gritar por si alguien adentro lo escuchaba. Nada. Agotado, dejó que su espalda se deslizara por el muro hasta caer sentado, apenas protegido del agua por el estrecho alero.

Sus piernas y zapatos comenzaban a empaparse. Hubiera deseado no estar allí, pero lo consideró una redundancia, y se rió.

Apilando algunas piedras, logró asomarse al desvencijado techo. Era el único modo de entrar. Marmota, dijo en voz baja.

Cuando saltó del techo, se encontró ante el rostro imperturbable de un hombre anciano que lo observaba mientras atizaba el fuego con el que cocinaba un trozo de carne.

Era un anciano andrajoso, de larga y fina barba blanca. Estaba en cuclillas contra el único rincón al resguardo de la lluvia.

Agitado y empapándose frente al anciano, logró emitir un sonido gutural pidiendo comida. El viejo extendió su mano con un pedazo de carne, pero cuando la fue a tomar impidió que lo hiciera golpeándolo con una varilla en el antebrazo a una velocidad sorprendente. Come de mi mano le dijo.

Comió de su mano desesperado y le dio las gracias, apoyando su espalda contra la pared, sin dejar de mojarse. ¿Quieres más? preguntó el anciano a lo que inmediatamente asintió. El anciano le dio de comer en la boca con sus dedos y volvió a sentarse. Cerró sus ojos y guardó silencio por un largo rato.

No es que no tenga nada que contar, dijo el viejo. Tengo setenta y siete buenas razones para no hacerlo, continuó, dejando entrever una sonrisa desdentada.

Usted no parece ser de por aquí ... se atrevió a comentar, pero el anciano no respondió. El fuego se estaba apagando y ya no lo atizaba. De improviso descubrió la cola aún sangrante de lo que acababa de comer. Parecía la cola de una ardilla, tal vez de una marmota. Al rato el anciano dijo:

La red sirve para pescar al pez; cuando el pez es pescado hay que olvidarse de la red. La trampa sirve para cazar a la liebre, cuando la liebre es cazada, hay que olvidarse de la trampa. La palabra sirve para expresar la idea, cuando la idea es expresada, mejor olvidarse de la palabra...

Sintió un enorme sopor, no podía resistir el peso de sus párpados. Quiso decir algo pero la quijada agarrotada se lo impidió. La figura del anciano se desvanecía de a poco, más allá de todo intelección. Le escuchó vagamente decir:

...¿Encontraré alguna vez a alguien, que habiendo olvidado las palabras, pueda conversar con él?

Cuando despertó, encontró el esqueleto del anciano en el mismo lugar. Recogió los huesos y los envolvió en sus harapos. Con dificultad volvió a saltar por el techo. Afuera de la casa improvisó una pequeña sepultura haciendo un montículo de piedras y se marchó.

Hacía un día perfecto de sol y le dolían las rodillas. Mientras se alejaba de la casa, evitó volver a verla, quizá por temor a las alucinaciones, al hambre o al dolor. Sin embargo una extraña paz lo invadía haciéndolo sentir muy liviano, como si casi pudiera volar.

Recordó la voz de su abuelo cuando de chico se escapaba de casa y le decía: ¿a donde vas a ir que no vayas contigo mismo?

Ese mismo día, y a una considerable distancia de la ciudad, se perdió su pista para siempre. Muy cerca de allí, en otoño, si uno se acerca sin hacer ruido, es posible ver a las marmotas cavando sus galerías junto al río. En invierno nunca pasan hambre, ni sienten frío.

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DILSIZ BALIK