SHUTTER LAG
Shutter-lag:
lapso de tiempo entre que se acciona
el disparador de una cámara fotográfica
y el obturador de la misma se abre
para recibir la luz.
Se mide en milésimas de segundo.
Se puso de pie y caminó unos pasos por la trocha del tren. Al otro lado había grandes plantaciones de palmito y más allá del río estaban las montañas grises perdiendo altura hacia el oeste, a donde había estado esa mañana. La mujer en la puerta lo miró regresar entre las tiras de plástico y al ver que el hombre se volvía a sentar insistió en que le pagara si deseaba continuar bebiendo.
- Discúlpeme - dijo quitándose el sombrero- No quería irme sin pagar. Mi mujer acaba de morir...
- Lo siento mucho...- dijo la mujer- ¿Otra cerveza?
- Algo fuerte me caerá bien.
- Tenemos un buen ron y también guaro. Con limón pasa mejor- La mujer intentó una sonrisa consoladora y él vio sus pechos enormes y sudados asomando por la blusa mientras pasaba el trapo mugriento sobre la mesa. -si todos fueran como Usted Míster...-
- Tráigame el ron y dos vasos.
- ¿Dos vasos?
- Vacíos. Y además la botella. Llena.
La mujer se retiró y él torció el pescuezo de un lado a otro intentando alejar el desconocido dolor que lo acompañaba desde la mañana. Tamborileó sobre la mesa y palpó sus bolsillos buscando cigarros. Se llevó uno a la boca y continuó palpando en busca del encendedor. Sacó del bolsillo de la camisa un rollo de fotos. Lo hizo girar entre sus dedos y apartó con el pulgar la fina capa de barro seco: Kodak plus XXX. Pasó el cigarro apagado de una comisura a la otra y volvió a guardar el rollo. Tenía las uñas sucias y la barba de una semana. Los ojos como tajos, surcados de arrugas, y el pelo crecido y canoso, aplastado por el uso del sombrero de capitán de navío que estaba sobre la mesa. Apoyó los zapatos embarrados en la silla de enfrente. Cuando la mujer llegó con el ron, los volvió a quitar.
- ¿Qué hora serán?
- Las tres Míster. Ahorita empieza a llover.
Cuando iba a llenar el segundo vaso él lo cubrió con la mano. La mujer volvió a repasar con el trapo la mesa y apartó las moscas revoleándolo. Guardó el trapo entre sus pechos y le sonrió.
- Si quiere algo de comer nada más me lo dice. Le puedo hacer unos patacones y también me queda un poco de yuca.
-¿Tardarán mucho en reparar el puente?
- Tal vez mañana. Ahorita empieza a llover.
- Lo sé.
- Por la mañana no llueve y como el río baja un poco pueden quitar las piedras y las matas... Tengo una habitación allí arriba; mi cuñado está en Penhurst.
- Gracias. Lo pensaré. ¿No pasan buses por aquí?
- Pasaban. Ahora hay que caminar hasta Hone Creek.
- ¿A qué distancia queda Hone Creek?
- Como veinte kilómetros, pero con la lluvia es un fangal...
- ¿Y no hay nadie con un vehículo por aquí? Pagaría bien si me llevaran...Estoy apurado.
- Sí. Don Brito con la toyotona, pero está para Sixaola y no vuelve hasta el lunes, y Pedro el trailero que vuelve en la noche, pero ese no hace fletes... ¿Qué le pasó a su mujer?
Bebió un sorbo rápido y dejó que su mirada se perdiera contra el terraplén en donde unas gallinas semi desplumadas correteaban dándose picotazos.
- Un accidente.
La mujer se persignó y se sentó junto a él. Espantó las moscas de su cara mientras empezaba lentamente a llover. Luego inclinó hacia un lado su cabeza con una sonrisa apagada.
-Yo también soy viuda. - hizo una pausa acercando aún más la silla. - Le aseguro que se sobrevive.
- Ella no sobrevivió.
- Mi esposo era mecánico pero siempre quiso ser fotógrafo, ¿se imagina? ¿En un lugar como éste? - abrió los brazos gordos y firmes como intentando abarcar el cielo- ¿Y su mujer?
- Siempre fue arqueóloga.
La mujer limpió con el trapo el barro en el borde de la silla en donde el hombre había apoyado los pies. Volvió a ver sus pechos ahora mojándose con las primeras gotas de lluvia. Descubrió en su rostro una vulgaridad insólita. Ella posó su mano sobre la de él, que permanecía cubriendo la boca del vaso. Tenía las uñas pintadas de azul con pequeñas estrellitas de un rojo fosforescente. Sus dedos eran gruesos, casi masculinos y una mosca subía y bajaba por sus nudillos. Presionó con los dedos el tabique nasal cerrando los ojos cansados. Le pareció que la mujer había sacado la lengua relamiendo el labio superior. Cuando alzó la mirada dijo:
- Son buenos todos los caminos que llevan al señor. Aleluya!
No le quitaba la mano de encima y podía sentir el sudor caliente de su palma, el aire detenido y pegajoso, las gotas de lluvia fresca escurriéndose por su nariz, deslizándose por el sombrero.
- Aleluya. Repita conmigo: Aleluya! Verá como se siente mejor y le viene una paz bien bien despacito, todo por aquí ...
La mujer llevó la mano del hombre hasta sus pechos y comenzó a frotársela haciéndolos mover con lenta sensualidad.
- Todo lo que es bueno siempre viene de aquí. ¿Lo siente? Aleluya! Que el señor lo tenga en la gloria! Aleluya. Repita conmigo...
- Aleluya...- dijo el hombre en un hilo de voz.
Un trueno sobrecogedor retumbó en la pequeña estación y el diluvio cayó abrupto y sin contemplación oscureciendo la luz y emparejando por igual todos los colores. Luego vino un resplandor cegador y cuando volvió a abrir los ojos, vio a la mujer desnuda corriendo hacia la cantina. Cantaba y se reía, repitiendo con júbilo los aleluyas. Se quedó sentado, sintiendo el peso de la lluvia, las vías del tren desenfocándose contra un fondo indefinido y sin sombras. Tenía pensado atravesar el río a pie aunque sabía que era inútil escapar de allí. Pensó en todo lo que hubo antes de caer en este agujero de barro y plátanos a punto de pudrirse y en las manos de su mujer, blancas, delicadas, acariciándolo tan solo unos meses atrás. Pensó en el rollo de fotos que los socorristas habían encontrado en el lugar del accidente, una excavación arqueológica de una antigua ruta maya en la frontera entre Costa Rica y Panamá. Pensó en que en esas fotos podría descubrir una razón, cualquiera que fuera, con tal de impedir el dolor. Pero regresaba una y otra vez su imagen observando lo que había quedado de ella. “Pobrecita” musitaba. “Pobrecita”. Su cuerpo era una mancha blanca e hinchada. Le habían despejado el barro de la cara para que pudiera reconocerla. “La avalancha se lo ha llevado todo” escuchaba a sus espaldas. Lo curioso es que no podía ver su rostro. Su rostro se le negaba. Sólo aparecía el de él observándola. Sólo podía recordar eso y era insoportable: su rostro observándola. Miró cómo el agua lavaba la palma de sus manos, y al levantarse, se sintió más alto y más viejo, menos confuso y más culpable. De ahora en más, le sobrarían todos los días, todas las noches y todos los artificios conque hasta entonces había logrado existir.
Cuando entró a la cantina llamó a la mujer. En la cocina no había nadie. El agua hervía en una olla y por las rendijas, entre las chapas oxidadas del techo, caían infinidad de goteras. Abrió la cortina que separaba la cocina de otra habitación. Vio un silloncito, una virgen en un altar coronada por la foto del difunto, una mesa con una silla y una pequeña cajonera de madera. Todo estaba muy oscuro y volvió a llamar a la mujer. Una pequeña escalera de tablones desvencijados conducía al piso superior. Hizo palmas avisando de su entrada. En el cuarto había una cama de una plaza con sábanas amarillas y un enorme crucifijo sobre la cabecera. Luego un perchero en el ángulo de las dos paredes con vestidos de tres colores. En el otro rincón había un baúl de madera que al abrirlo emitió un crujido intimidante. Adentro encontró piezas de una vieja ampliadora, cubetas, químicos en frascos.
Se asomó por la ventana y volvió a gritar. En el patio del fondo no había nada más que fango, gallineros y una letrina sin puerta. Escuchó de pronto la voz:
- Este es tu nuevo hogar.
- Lo sé- dijo el hombre dándose vuelta con un gesto vencido, el rostro y los hombros empapados.
La mujer llevaba una bata de seda con motivos japoneses y por debajo asomaba rollizo su vientre desnudo. El pelo crespo ensortijado de ruleros, la mirada enrojecida en la penumbra tras la piel opaca y aceitunada.
-¿Te gusta?
El hombre se encogió de hombros y sacó el rollo del bolsillo de la camisa.
- ¿Sabes en donde revelan fotos por aquí?- dijo, imaginando el río crecido que ya no volvería a cruzar.
- Primero quítate la ropa que vas a coger un resfrío.
-Está bien- dijo él.
-Sabía que volverías. Lo sabía- dijo ella.
El cerró los ojos con la esperanza de que al volver a abrirlos ya no hubiera más continuidad entre lo vivido y lo que le restaba por vivir. Como si en ese instante obturado pudiera evitar el desfasaje del tiempo y ahuyentar el miedo. Escuchó afuera la lluvia mojando su sombrero y sintió una extraña felicidad, parecida a la que sentía cuando zarpaba de cualquier puerto. Palpó el rollo en la camisa y giró con lentitud su cuerpo hacia la masa oscura y amorfa tendida en la cama.
- Aleluya- dijo ella.
Aleluya- repitió el hombre.