PABLO DOTTA

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PALABRAS DESIERTAS

No quería darle a las palabras más valor del que tenían: ninguno. Fue entonces que empezó a usarlas de manera indiscriminada, a tal punto que acabaron publicándole un libro. Se compró una corbata verde pero no recordaba cómo hacerse el nudo. La corbata era para el lanzamiento del libro por la editorial. El saco ya lo tenía, pero la corbata no. “Después de todo, es una ocasión especial” se dijo. Cuando llegó a la conocida librería, sintió la presión en la tráquea. “Si me la aflojo, después no sabré cómo recomponer el nudo”, así que se aguantó. En la sala de eventos de la librería,  habían tres personas fungiendo de público. Dos señoras de avanzada edad y un hombre de mediana edad, calvo y de hombros desproporcionados en relación al ancho de su tórax. El moderador había desaparecido por la puerta del corredor luego de hacer una presentación tan breve como lacónica: “Con ustedes, un todo-terreno de la palabra, un cuatro por cuatro del adjetivo. Señores y señoras el señor Freddy Araújo.” Los aplausos fueron dos. O sea que había en el público alguien que no regalaba aprobaciones tan fácilmente. O que no estaba de acuerdo con el presentador, o era sordo. “Debe ser otro escritor” pensó palpándose el nudo de la corbata. “Buenas noches” comenzó diciendo. “Si tuviera que llevarme un libro a una isla desierta, sin duda no sería éste...” Se rió alzando el libro, en cuya portada podía leerse: La isla desierta. La señora octogenaria cambió de anteojos e inclinó la cabeza hacia adelante intentando leer el título. Luego lo comparó con el libro que tenía entre sus manos. Nadie se rió. “Esta corbata me la regaló mi madre. Fue ella la que me enseñó a hacer el nudo.” Hizo una pausa manipulando evidentemente la expectativa del público. Pero el público lo observaba con atención inexpresiva. “Cuando venía para acá, se me ocurrió que una novela, era como el nudo de esta corbata: verde. Es decir, un color que te da confianza al cruzar la calle. La calle de la esperanza de encontrarse con un buen texto. Sin esta confianza no hay esperanza. ¿Verdad?” Hizo una nueva pausa y  bebió un sorbo de agua. Demoró en continuar, alzando la vista hacia los presentes con evidente intención de provocar un efecto cualquiera, premeditado, insincero y provocativo. “¿Verdad?” repitió. “Bien. Un nudo perfectamente hecho, es aburrido. El secreto está en que tenga alguna imperfección. Una vuelta de más. Una arruga innecesaria. Una sorpresa... Allí está el encanto. ¿Verdad? Confieso que nunca violé a mis hermanas porque no las tengo.” Sintió una tensión en el aire,  se miró las manos y vio las yemas de sus dedos teñidas de verde. “En definitiva, lo que quiero decirles, es que cuando escribí esta novela, sólo deseaba no ser yo el escribiente. Deseaba ser ustedes, queridos lectores. Deseaba ese ser otro que alimenta la desesperación de no encontrar las palabras conque decirlo.” Esta vez la pausa fue excesiva. La segunda señora tenía la boca abierta. Como si hubiera aflojado la quijada con manifiesta voluntad de no volver a usarla. El señor encogió los hombros. “Iba Usted a decir algo?” Pero no. Era para acomodarse las solapas de su abrigo. Un silencio embarazoso rodeó las sillas, el florero, los cuerpos. El moderador, con el rostro y las manos visiblemente mojadas, se volvió a sentar a su lado. Jugueteó brevemente con el cartoncito doblado en forma de carpa que tenía escrito el nombre del escritor. Carraspeó y alzó la voz de manera casi hiriente: “Bien. Si no hay más preguntas, podemos pasar a la firma de los ejemplares...” La cola se formó inmediatamente tras los desproporcionados chirridos de las sillas arrastradas contra el piso. La señora de la quijada caída fue la primera. “Su nombre señora?” La señora no contestó. En sus ojos había una lejana ensoñación; una ausencia irreal. “Bien. Para le señora tres puntos , con todo mi estupor”. Le siguió la octogenaria. El libro que le dio no era el de él, pero no dijo nada. “Me llamo Azofeifa”. “Para la señora Asofeifa con mis más gratos deseos...” le devolvió el libro. La señora cambió de anteojos para leer lo que había escrito. “Azofeifa se escribe con zeta, ingrato!”. “Eso es una zeta, créame. Lo que pasa es que me sale con forma de ese. Un problema de infancia que mi angustiada madre nunca pudo corregir...” El hombre casi atropella a la anciana para reclamar su turno. El moderador aprovechó y lo palmeó en el hombro con la mano mojada. “Ya vuelvo, no se inquiete.” “Yo soy Raúl.” dijo entonces el hombre con entusiasmo infantil. “Raúl Meléndez. Con zeta también y con acentos en la u y en la e.” “Para el estimadísimo señor Raul Melendes ...” El hombre le quitó el libro y lo guardó en el bolsillo de la gabardina. “Pero no he terminado de escribirle la...” “No importa gordi, me la escribís otro día.” Lanzó una carcajada sorpresiva que asustó al escritor. “Dale, no jodas, no me digas que no te acordás de mi. Zonzo!” “Disculpe un momento.” le dijo alzándose. “Vuelvo enseguida...” Entró al baño jadeando y se quedó cabizbajo con los brazos abiertos apoyados en el lavabo. Atrás suyo, escuchó la cadena del water y el chorro de agua cayendo. Abrió la canilla frotándose las manos, pero el verde no quería salir de sus dedos. Desanudó la corbata y se la quitó. Entonces sintió el impulso irrefrenable de las arcadas previas al vómito. El moderador apareció junto a él frente al espejo. Primero se lavó las manos y luego se echó agua en el rostro. Lo hizo dos veces y, empapado, lo miró a través del espejo. El escritor contuvo las arcadas en un esfuerzo supremo por disimular su estado. “La edición de bolsillo siempre es la que más vende.” dijo el moderador “ … pero no se preocupe, ésta sólo sirve para darse a conocer. ¿Verdad?” Concluyó demorando con malicia la última palabra antes de irse. Entonces por fin pudo vomitar. Al hacerlo se preguntó la razón, pues no había comido nada en todo el día. De su boca salió un chorro de letras en tipografía courier new, cuerpo doce y en negritas contra el fondo de la losa blanca. Tapó con su corbata el hoyo del desagüe para que no se fueran. “Si las guardo, tal vez pueda combinarlas con otras palabras y así llenar las páginas de un futuro libro.” Con el dedo índice, comenzó a separar las letras cuidadosamente. Algunas se pegoteaban entre sí. “No son muchas... tal vez sólo alcancen para un cuento, o un poema.” Quiso guardarlas en su pañuelo, pero al hacerlo se deshicieron. “Nunca imaginé que serían tan frágiles fuera de una hoja” dijo, y se sonó la nariz.