

Si ya soy feliz …
¿Ser feliz sirve para conseguir qué?
Tatú es un personaje cuyos esporádicos pensamientos me acompañan hace tiempo.

fotoseries: LOS ADIOSES

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TORNO SUBITO
“Pablo Dotta nos invita a viajar por varias ciudades, y nos invita a verlas por dentro. Sus ojos saben descubrir lo que está escondido, ese misterio de la vida que late en las cosas simples, en todo eso que parece nada y contiene todo.”
Eduardo Galeano
“Con sus fotografías, Pablo Dotta parece haber realizado lo imposible: como un cronógrafo que transfiere la información de un reloj al papel, traduce la vida en imágenes sin interferir con la vida misma. El resultado son fotografías de una belleza sin tiempo que nos dejan sin aliento.”
Revista Leica Fotografie International (LFI)

MOSTRADOR
Una fotoserie por bares de Montevideo…
CUENTOS DEL PEZ MUDO

Creí haber sido el rey de la resistencia, o que al menos eso me redimiría o señalaría cierto camino. Creí que en la devoción espiritual perduraría esa llama y habría regocijo o al menos se reconfortarían mis logros por propios y ajenos; por irrelevantes y extraños que pudieran ser.
¿Cómo voy a olvidar tus pasos rápidos en la sombra del pasillo, doblando el talón hacia la izquierda antes de tocar el timbre?
— … Entonces podemos decir con Rehenbarch, que el artista es un inventor de secretos, de visiones…
Se llevó la mano a la boca tapando el bostezo. Odiaba aquel profesor y sus razones estampadas en la camiseta de Obelix.
Estoy releyendo un libro de Eric Rohmer. Es un libro acerca del cine. Me interesa sólo porque recuperé parte de mi vieja biblioteca. Dicen que una biblioteca es siempre una autobiografía. Así que lo tomé al azar.
Cuando llegó al centro de la arboleda se tumbó para descansar mientras observaba tras de sí el ramaje oscuro de la noche. Las huellas que había seguido tenían agua dentro y subían por el sendero de la cuchilla al otro lado, aunque después no volvían a bajar.
Se abrió paso como pudo hasta la frontera, sujetando el brazo contra el cuerpo y el cuerpo contra el aliento que aún le restaba. Las cosas estaban así y el caserío rondaría unas treinta personas ahora dormidas.
Demoró en bajar. Desde el balcón observó la copa frondosa de los plátanos mecidos por la brisa marina. Cerró los ojos y respiró. De golpe el olor a erizos y algas, el ruido de ropa colgada envueltas en un turquesa blanquecino y cegador, el salitre secando el sudor en la piel quemada. Abrió los ojos y bajó. Anduvo tres cuadras evitando el insistente recuerdo de trópicos irremediablemente idos. Entró al bar y se sentó.
Habían pasado algunos años desde la última vez que se vieron. Estaban nerviosos. No era tanto lo que temían haber cambiado como la errática memoria todavía aferrada a los viejos códigos que tiempo atrás los habían unido y que, a fuerza de petrificarse, finalmente se oxidarían para luego crujir, hacerse trizas y acabar por separarlos.
“Sólo queda dejarme arrastrar por el limo de los días y la fiebre que me secará después”, leí en su diario con letra temblorosa seguramente por el traqueteo del tren. Este mismo tren, pensé, observando el rugido de arena y viento sin horizonte a lo lejos.
Se quedó un buen rato mirándola. Sacó un papel doblado del bolsillo y lo leyó en voz alta. El Marchand no salía de su asombro. Otra vez este chalado pensó.
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