ROHMER EN LA CALLE PIEDRAS
Estoy releyendo un libro de Eric Rohmer. Es un libro acerca del cine. Me interesa sólo porque recuperé parte de mi vieja biblioteca. Dicen que una biblioteca es siempre una autobiografía. Así que lo tomé al azar. Creía recordar que en una época me gustaban sus películas porque bajo la apariencia de una escandalosa simplicidad, emergía con rubor, promediando los setenta minutos, la evidencia de alguna verdad. Y en su caso era siempre una verdad que reconciliaba el Ser con el Parecer. Leo de a saltos apurando las páginas, ya que sólo me interesa revivir aquella sensación. Pero no la encuentro. En cambio lo que encuentro es la letra de una canción escrita a la medianoche de una cabaña en el bosque que alguna vez habité. Haberte conocido antes, ¿de qué me hubiera servido? Habernos dado cuenta antes, de nada hubiera valido… desafiné en la cima de mi nariz hinchada. ¿Y qué? Si con eso no bastaba; no, no bastaba con eso y sin embargo… Dejate de joder y decime la verdad. ¿O todo fue un capricho nada más? ¿Nada más? Inquirió aleteando las pestañas, batiendo las aletas nasales cual libélula que recién descubriera el mundo de sus sentimientos latiendo debajo de las hojas de los plátanos sembrados en la época de su abuelo. Con eso bastaría para no perder el hilo de mis sentimientos, y sin embargo vuelvo a arremeter contra el sagrado olvido de mi almohada, vuelvo a dibujarla en mi scketchbook diciéndome luego de agacharse: se te cayó un botón.
Enfrente de donde vivo hay un baldío. En el baldío descubrieron restos de un depósito de agua del setecientos. Eso y unos huesos humanos. Hasta la policía forense vino. A una cuadra del puerto. De la cenagosa pendiente que orillaba la bahía por donde embarcaban y desembarcaban gente de goletas y bergantines con las bodegas llenas de ventosas mercancías. Hay tres arqueólogas trabajando en el baldío. Excavando con palas y cepillos la voluntad del pasado. Tres arqueólogas cincuentonas con las cabelleras grises, largas y crespas coronando sus dentaduras demasiado perfectas. Sus kepis de egiptólogas, sus camisas a cuadros y pantalones polvorientos, anotando y midiendo, midiendo y anotando, escarbando, sonriendo. Parecen estar en la cumbre de sus carreras poco convincentes, de pronto excitadas por salir de la facultad para resplandecer al sol de un pasado corto y austero, indicativo de la exuberancia conque el propio presente les ha ofrendado el azar de un descubrimiento que, se mire por donde se lo mire, es el de ellas mismas, sin hijos; modernas por destino y obsoletas por desatino de todo aquello que, habiendo existido, sostiene ahora sus huesos de bípedo para la posteridad. Rectángulos excavados con no más de un metro de profundidad, entre hojas de zapallo, gatos negros, restos de tanques de plástico y maderas a medio quemar. Si dejo que mis ojos trepen por el altísimo muro de ladrillos del fondo, alcanzo a ver la medianera del edificio de atrás, coronado por una claraboya rococó, de las pocas que quedan en la ciudad vieja, con ornamentos en firuletes y vidrios en diferentes grados de transparencia. Un poco más a la derecha, el muro caleado de otra azotea en donde leo en un graffitti de la era covid: “quédate en casa (si tenés)” y más arriba aún, el cielo en blue screen en donde se recortará pasado mañana, el temporal torrentoso de viejos sueños por venir. Todo esto lo veo desde el balcón de hierro forjado de principios del novecientos con motivos de ánforas o bulbas simétricas que anidan telarañas y musguitos resecos por el adelantado verano. Abajo, en la calle, pasan cuidacoches y linyeras pidiendo un prócer para comer, decadentes sobrevivientes de una época de gloria pasada, silbando en el bajo de sus almas ahora mezcladas con los nuevos inmigrantes que en la otra esquina gritan a voces el último reguetón de centrohabana. Huele a caño y grúas del puerto, a cigarrillos mal apagados y goma quemada, a incienso de lavanda y orín de perro con dueño insomne. Escucho unos trinos de alondras, de pájaros revoloteando en enjambre por salir del encierro. Bajo por las escaleras de mármol ahuecado y salgo a la calle. Abajo del hostel en donde vivo, funciona un centro cultural alternativo con cambalache y venta de ropa usada, cocina comunitaria y salita de teatro. Teatro alternativo a la alternancia del consabido repertorio. Una murga de chicas ensaya para salir en carnaval. Se llaman las Conlaprole, me dicen, entre risitas inhibidas y una guitarra que ya están guardando. La chicas ahora no se depilan. Sus piernas blancas y peludas calzan sandalias inocentes que contrastan con una auto conciencia excesiva. Esto se ve en sus ceños fruncidos y ocultos tras el flequillo de pelo a lo manga japonés. “Demasiadas mujeres” como dice la canción de Tangana. Demasiadas mujeres. Todas las noches aquí mismo alternan grupos de teatro y circo, de circo y canto y de canto en círculos. Egresados de las escuelas de teatro y danza que se organizan en alternativos espacios inventándose un modo de vivir a la gorra, a la decena de entradas vendidas que habilitan la esperanza de ser o volver a ser comuneros de París alzando barricadas e incendiando el pasado inútil y arcano de sus futuros fracasos. Todos los años las escuelas de artes arrojan no menos de trescientos nuevos actores a la calle. Trescientas piras de humo negro sobre el mismo empedrado. Arroz, manteca y ajo trocados mes a mes en el mercado invisible de lo imaginario. Sentados en el cordón de la vereda, el grupo de actores espera a los comensales. Llegan dos. “Pasen pasen, son doscientos pesos, doscientos deseos a la gorra. No se engañen si les dijeron que era gratis. Pasen señores que esto recién empieza!” A sus espaldas un edificio con puertas y ventanas enrejadas, de un azul mugriento y clausurado. Un club de canabis del que a veces entran y salen unos muchachos barbudos, en bermudas y con championes adidas sacando bolsas plásticas que cargan en un Renault del año. Pasen amigos que la mesa está servida y hay doscientos ravioles para festejar el hambre. Un vecino grita gol en la noche desaforada. A lo lejos suenan tangos y la ropa se encoge en la azotea. Caen los goterones, uno a uno anunciando el temporal. Retumban en el asfalto los cascos de dos coraceros a caballo trotando hacia la relampagueante aduana. Los muros del baldío de enfrente conservan los rectángulos de antiguas habitaciones alguna vez habitadas por seres que rieron o lloraron a cambio de mejor recompensa. Rectángulos amarillo de nápoles y azul royal, ese celeste deslavado que ahora la lluvia oscurece. ¿Acaso aquellos que han sido abandonados deben también desistir de ser amados? Imagino que escribe la arqueóloga en su libretita mientras las otras tapan con nylons las fosas abiertas de su memoria.
“La literatura describe, la pintura fija, interpreta; el cine muestra. El cine es mostrar…” murmura Rohmer antes de dormirme.