EN LA FRONTERA

Se abrió paso como pudo hasta la frontera, sujetando el brazo contra el cuerpo y el cuerpo contra el aliento que aún le restaba. Las cosas estaban así y el caserío rondaría unas treinta personas ahora dormidas. Ladró el perro de puro consuelo, sisearon las ramas contentas al verla, treparon hormigas sobre sus pies hinchados. Esperó hasta el último minuto a que su destino se manifestara. Le iba a imprecar sus pocas maneras, haberla dejado allí a oscuras y sin miedo, con el metal sangrante debajo de una costilla. Haberla abandonado sin suerte ni melancolía al borde del ilimitado cielo con las dos banderas descosidas y sin viento. Cruzar sería fácil si se apuraba. El rastro de sangre se secaría al sol en la mañana que adivinaba a sus anchas. Tal vez, cuando cruzara, regaría antes la raíz de su conciencia, allí donde lo predestinado se revelaba entre los vellos de su piel erizada por el pasado impredecible del que ya no esperaba nada que no fuese un supremo fin.

Atravesó el caserío conteniendo el dolorido jadeo, asustando al único fantasma con pelambre de perro, sintiendo con estupor el roce de los yuyos en los muslos, la extraña vibración en la planta de los pies conque luego se henchían su senos, se excitaban sus axilas hasta acabar en su sexo de pronto humedecido.

Llegar a la frontera no era su destino, tampoco salvar su vida, ni siquiera curar la herida hecha por alguien ya muerto y, en todo caso, liberado a la velocidad increíble de su propio recuerdo. Seis horas eran muchas para desangrar el olvido, y era extraño porque la piel abierta por donde la vida se le iba, al mismo tiempo la llenaba del abismo ahí afuera, ese del que siempre se había protegido. Sí; llegaba a la frontera herida de muerte remota, con una treintena de durmientes, un perro cojo, un viento afónico y un hormiguero al pie de un asta con dos banderas; llegaba por donde no había otro paso que no fuera su piel. Un paso angosto entre dos países desconocidos compartiendo el mismo cuero reseco del que ya no tenía sentido huir. Siendo todo esto así, tan al borde de lo aceptable para quien espera la sentencia de su destino -y que además lo hace con resignado resentimiento e ignorado desarraigo-, siendo todo esto tan real como la luz reflejada en un charco de placenta y lujuria, pagada luego con dolor de madre y brillo de espadas, y ocurriendo todo esto en el fervor resplandeciente de un deseo inconcluso, fue que, sin saberlo, volvió a nacer. Y, siendo el destino distinto al que se declaraba, sin causas ni efectos permanentes, no podía haber nacido de otro modo que de la fuerza pura y simple de la electricidad antes de ser substancia engendrada, relato del relato que otros hombres inventaban. Al influjo de tal estrépito, de tal desdén, cayó de espaldas en el pastizal mullido y áspero. Se incorporó tambaleándose, libre, desarmada, esperando a que el intocado día le lamiese el tajo y cerrase al mundo el campo abierto por donde desde ahora vagaría.

Anduvo días, acaso lejana y aturdida; sin sueño por culpa de los grillos y las almas desterradas en la demasía estrellada de aquel otro continente.

Inocente y sin cobijo, con la piel iluminada por los ojos impalpables de la oscuridad sin huesos, escuchó su llanto caudaloso manando por la misma herida de la que apenas volvía.

Despertó al sentir la tibieza del sol en el cuello. Un tenue resplandor se deslizó por el bucle del cabello y entró en su boca. Yo estaba allí, apoyado en la almohada, mirándola con el brazo adormecido bajo su cabeza rayada por la luz de las persianas. Susurró entonces, sin abrir los ojos, rozando el mentón en el hombro desnudo al darse vuelta: durmamos un rato más Pablo… ahora; así.

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