SUDOR
Demoró en bajar. Desde el balcón observó la copa frondosa de los plátanos mecidos por la brisa marina. Cerró los ojos y respiró. De golpe el olor a erizos y algas, el ruido de ropa colgada envueltas en un turquesa blanquecino y cegador, el salitre secando el sudor en la piel quemada. Abrió los ojos y bajó. Anduvo tres cuadras evitando el insistente recuerdo de trópicos irremediablemente idos. Entró al bar y se sentó.
Tras el ventanal transitaba poca gente. Pocos ruidos. Todavía sentía aquel ardor que ahora agradecía a la reparadora sombra del rincón entre el mostrador y la familiar pared. De este bar a aquel, mediaban al menos veinte años. El mismo frescor. La sorpresa de constatar el mismo cuerpo, el recuerdo minucioso de camisas y pantalones usados durante todos esos años. Los tejidos dejados en países, casas y desvanes. Ropa con su olor, con su sudor. ¿Tomada por otros? ¿Usada por otros? ¿Hasta cuando entonces? ¿Quemada? ¿Donada? Su vida la podía contar en camisas, en sus texturas, peso, densidad. En particular la que llevaba puesta, cuya historia hubiera querido prolongar más allá de su cuerpo. Prolongarla en el viento arrastrado, traspasado; en los olores y conversaciones que había soportado, en cajetillas de cigarros, lapiceros, o papelitos doblados que su bolsillo había guardado. Y en los percheros. En los oscuros roperos en los cuales en silencio aguardaba una próxima salida sosteniendo una muda competencia con la ropa de al lado. Y a veces el cansancio llorado, colgado, triste, abandonado sobre almohadas, sillones o baldosas, pero siempre reencontrado, vuelto a lavar. Vuelto a guardar. Incluso alguna vez, olvidada para siempre, robada, ahora usada sobre un cuerpo extraño, soportando el sudor extranjero o exiliado o flanqueada por otras prendas, por otras voces de la que no existía el hábito. Hubiera preferido no ser tantas veces planchada, tantas veces remendada. Tal vez hubiera querido huir como los botones subrepticiamente perdidos y jamás hallados. Además, estaba el problema de los dobleces marcados por el hierro caliente de las planchas o por el gesto de las manos alisando, ¿acariciando? a la espera de la próxima salida. El eventual perfume propio o ajeno, que preanunciaba con excitación la posibilidad de nuevas aventuras. A veces el tedio de bolsos y valijas, traslados sumisos, viajes breves o distantes, en lugares con lluvia o en estancias mal calefaccionadas. La camisa, su camisa, gustaba del viento, y del sol intenso, y gustaba el descanso casual en el respaldo de una silla. Le gustaba sentirse camisa. Ser camisa. Una camisa simple, a cuadros, de un azul desvaído, que pudiera ser amada intensamente. Odiaba - y era éste su único y vehemente rechazo - los cajones, de cualquier tipo y material que fueran. No soportaba dormir en ellos, especialmente en los forrados de papel o nylon, en los que olían a barniz o contenían las infames bolas blancas de naftalina. Hubo una excepción y fue hace mucho tiempo. Una mujer que no la planchaba pero si la lavaba, con sus hermosas manos masajeándola con gracia y ternura, escurriéndola con la presión exacta del amor, y colgándola luego al cielo, como quien cuelga una risa o el ímpetu de vivir. Hubiera querido secarse para siempre allí. Aceptaba su cajón - que no era en modo alguno oscuro, húmedo o incómodo - como quien acepta complacido dormir en el palacio de su alma. A aquella mujer la había sentido contra el pecho y guardado el brillo de sus lágrimas. Conservó en secreto un largo cabello enredado en un ojal, que con el paso del tiempo, se hizo parte del entramado tejido de sus sentimientos.
Un día se la llevaron de allí. Lamentó mucho no haber sido olvidada en aquel cuarto. Envidió la suerte de los zapatos marrones, aquellos con el talón derecho ligeramente gastado y que fueron olvidados en la casa de la mujer. Nunca más supo de ellos ni de ella ni tampoco volvió a tener un amigo como aquel par de zapatos. De la mujer, aprendió como Dante, que al paraíso sólo se llega cuando ya es demasiado tarde. Después siguieron otros cuerpos, nuevas transpiraciones. El peso de los malos abrigos en vagos inviernos. El vagabundear de los días haciéndole vista al tiempo. Las cartas escritas y nunca enviadas. Se sorprendió pensando en estas cosas, en la recurrente espalda de la mujer con su camisa puesta, en el próximo descanso sobre el sofá y en la fresca penumbra de su rincón preferido junto al placard.
Hacía una semana que el hombre no se quitaba la camisa. Bebió el café, pagó y salió. La calle jadeaba calor y el hombre se desprendió dos botones sintiendo una ligera picazón. “Tengo que lavarla” pensó distraído. Entre este bar y aquel otro, el engaño era probablemente que no se tratarse del mismo recuerdo. Caminó todavía dos cuadras en dirección al puerto, dobló la esquina y se detuvo ante la vidriera de una librería. En la tapa del libro que le llamó la atención, se veía la fotografía de una mujer caminando de espaldas por una calle desenfocada. La mano en la nuca levantando su pelo, descubriendo el cuello largo y delicado adornado con infinita gracia por una vellosidad rebelde y resuelta que, en sus pequeños bucles casi inasibles, suscitaban el indescriptible placer, la fatal seducción que aquella imagen-mujer le provocaba. El libro se llamaba “Sudor” y lo firmaba un tal Keneth Reikthal, lo cual no resultaba muy alentador. Entró a preguntar su precio, pero antes de hacerlo, estuvo merodeando un rato en las estanterías y mesas exhibidoras. Quería demorar el momento, y le gustaba sentir el fresco y apacible lugar, el ligero crujir bajo sus pies de los tablones de cedro recién encerados, el zumbido del ventilador en el altísimo techo oscuro ornamentado con esmero anacrónico de lujosas maderas, los ojos insistentes del viejo librero sobre sus hombros, conservando una precavida distancia y adivinando la molestia que provocaría la pregunta hecha con falso servilismo.
“Busca algo en particular?”
“No. Estaba mirando nomás...” La pausa fue breve, apenas lo necesario para justificar su presencia. “Vi un libro en la vidriera...” Al indicarle cual era, sólo entonces se percató de la curvatura de los vidrios y la extraña distorsión que el reflejo provocaba en su cuerpo y en el del librero.
“Ha. Sí” -dijo el viejo - “Voy a buscar la llave porque es el último que queda.”
El hombre asintió, y se quedó observando su reflejo deformado superpuesto a la espalda de la mujer. Volvió a entrar. Era el único cliente del lugar, pero no se sentía vacío. Guardó sus manos en los bolsillos y esperó cabizbajo, observando los zapatos contra el piso, rascándose con disimulo la picazón aún marina en los muslos y que amenazaba con subir por la espalda. Olfateó el olor de su camisa ahora mezclado con el embriagador aroma ácido y un poco acre de las miles, tal vez cientos de miles de hojas de papel encuadernadas. Se sintió feliz, casi tímido ante el silencio de libros y maderas. Alzó la vista ligeramente y luego escondió el mentón en el pecho. Apretó los ojos húmedos y aspiró por la mocosa nariz. Cuando el librero volvió, el hombre evitó mirarlo a los ojos. Lo acompañó con cortés interés hasta la vidriera curva que lo separaba de la mujer. “Yo tenía una camisa igual a la suya” -dijo el librero haciendo sonar las llaves en su mano- “quien sabe mi señora en dónde la guardó.”