SI TAN SOLO ARDELIA
Se quedó un buen rato mirándola. Sacó un papel doblado del bolsillo y lo leyó en voz alta. El Marchand no salía de su asombro. Otra vez este chalado pensó. “Púrpura alejandrina, plomo de zinc. Repetido motivo, odalisca, desliz. Fuera lo que fuera, esa pintura es tu nariz, flama entre brumas, dirección que no vi. Tierno el pincel, oculta bajo el barniz de tu piel la antigua cicatriz. Lengua y espuma, saliva, vagina, luz de alzarín. Tenaz y salvaje se impregna de linaza la tierra de siena, y en el cielo ultramar, furiosas las nubes huelen a jazmín.”
Guardó el papel y le sonrió. Lo escribí para ella, dijo.
“Si tan solo Ardelia quisiera volver a colgar de la pared… en un cuarto de hora, en un manso rincón al que no le llegue la sombra…” agregó e hizo una pausa. Le doy quinientos por el cuadro.
Mil vale sólo el marco. Multiplique por diez lo que hay adentro y dará con el precio, le respondió el Marchand.
“Si tan sólo quisiera darse la vuelta y mojarse para siempre a la intemperie y el arrebato, allí, en donde el precio no tiene gravedad ni peso la sangre de sus ojos”, murmuró el hombre con pesar.
Si se lo lleva ahora, no se arrepentirá, afirmó el Marchand con talante excesivo. Le puedo hacer un descuento.
No puedo comprarle ni el marco. Me basta imaginar su espalda contra la pared, tantas veces como sea necesaria a mi oquedad. El hombre lo miró una última vez y salió a la calle. Olfateó el aire inquieto y volvió a ver hacia la galería con desasosiego. Un momento después desapareció tras la esquina.
El Marchand volvió a guardar el cuadro acomodándolo entre los otros, dándolo vuelta contra la pared. Se acabará por vender, lo sé; no porque sea un buen retrato, sino porque su nombre provoca un vago e inexplicable desdén.
A los nueve meses el chalado regresó por el cuadro. Era Primavera y había sido vendido. El Marchand le mostró otro que podía interesarle. El hombre lo miró: pero no es Ardelia, dijo. No me interesa.
Vamos, no sea así. Es del mismo pintor. Le hago un descuento si es capaz de decir algo como dijo del otro. El anterior se vendió inmediatamente a su última visita. Sospecho que sus palabras actúan como una especie de cábala, al menos con éste pintor.
El hombre lo olió y respiró hondo. Entonces habló frente al cuadro: no vivo del pasado. Vivo del aroma del atún con jengibre y mango, de la humedad de tu lengua sobre mi negligencia y de la redondez del plato sin respuesta…
El Marchand aún contemplaba el retrato absorto. El labio inferior le temblaba, pero no supo decir si se pondría a llorar. Puede quedarse con el descuento, le dijo el hombre, y nunca más volvió.