DOS NUBES

Estaba pintando cuando me di cuenta de que prefería dibujar. Una impaciencia que el óleo y la trementina acrecentaban. Demasiado trabajo para hacer una imagen en la época de la facilidad de las imágenes. En cambio el dibujo rápido calmaba la ansiedad de los resultados y me permitía conexiones de ideas de manera más íntima, reveladoras, modestas, inmediatas. Pero me di cuenta que los dibujitos impelían una historia que tampoco tenía ganas de desarrollar. Me disgustan las historias. La concatenación de frases que van construyendo sentido y reflexión sobre algún aspecto de la existencia, el universo o todo aquello atribuible al homo sapiens. Me tiene sin cuidado. Admiro la literatura, la filosofía el ensayo en todas sus formas, pero puedo vivir sin ellos. Así que me puse a tocar el clarinete. Un fraseo lleno de reglas que también está intoxicado con la manía de la historia. La música también cuenta historias. Pamplinas. La música replica con exactitud neurótica lo que las palabras y las imágenes no quieren no pueden no saben decir. Sí sí, esa pulsión del latido original en el vientre materno que pensamos sublime a cuenta de la sangre y la placenta de la que luego sentimos asco. Los instrumentos son grilletes que afectan al cuerpo y a la mente. Es cierto que a veces en forma tan sublime como escasa. Como la belleza esquiva que aparece luego de la fatiga en el abandono exhausto de los años de entrega a las pinceladas, a hacer marcas en el papel y ejercicios con escalas musicales jónicas. Así que me dediqué a la concentrada meditación en aras de la iluminación que por supuesto nunca llegó. Hay un solo satori y es la muerte. Lo demás es caminar. Abrí la ventana. El cielo es un blue screen ajeno a la industria del entretenimiento y al cambio tecnológico. Hay sólo dos pequeñas nubes. Una alargada y desvaída, la otra, no muy lejos de la primera, regordeta y optimista. Dos nubes y un dron que ha apaciguado el sueño de volar con alas propias. Una vista de pájaro que derivamos en un artefacto, no sea cosa que nos duela la caída por querer competir con el ojo de algún dios vigilante. Así que vemos las imágenes de nuestro vuelo a cambio de la experiencia de los cuerpos desafiando la gravedad. Hay dos nubes, ya lo dije, en el tiempo de los drones anunciando esta moderna mañana. No solo el cielo parece antiguo, torpe, también el cine en su balbuceo fingido de imágenes en pantallas consumiéndose en fotones que lastiman las retinas. “Las películas son postigos de hierro” decia Kafka mientras en Andrei Rubliov de Tarkovsky, aquel loco se arrojaba en globo desde el campanario. Todo es control y auto vigilancia. Falta de confianza en los ríos y en las plantas, en el aire que enfría las orejas y sostiene la pelusa de los plátanos en primavera o el olor a jazmín que emociona los deseos. Hoy al deseo hay que sobre estimularlo en realidades aumentadas, expandidas, en video juegos y metaversos, al igual que los drones, con joisticks y pulgarcitos para arriba, como si la egolatría fuera un signo evolutivo de la especie, una cazuela de arroz con leche aún intacta en la mesa polvorienta de una casa en Mariupol que un misil destruyó. ¿Qué me queda entonces? Dos vintenes y un reloj al que no le importa dar la hora tras una avalancha de datos que no necesito. En eso se alza el día como el viento distanciando las dos nubes mientras el dron va y viene como una mosca loca por el azul cobalto del cielo límpido. Se arruga el papel en donde había dibujado caras a punto de decirse algo importante. Todo es story telling, dicen, y sin embargo el mar. Hasta el marketing está contaminado de story telling. Maldición. El mismo mar que quise surcar en un barco mercante antes de que aparecieran los contenedores, los mismos con los que ahora incluso hacen casas. Dulcinea del Toboso se arregla las uñas adentro de un contenedor. ¿En qué estará pensando si ya a los molinos no los mueve el viento? Y la espalda de la Venus de Velázquez observándose a su antojo, ¿en qué estará pensando? Nunca hay una última pincelada cuando lo que se pinta se pinta a sí mismo. No puede haberla. Quedan dos minutos, calculo, y allá arriba ese ojo a la vista de todos. Caerá con estrépito en el mar. Jamás nada podrá ser mejor que abandonar el esfuerzo y dejar ir esas dos nubes. Lo conozco. Lo he vivido cruzando la calle-océano hasta la casa de mis padres. Siempre han sido largos mis viajes, siempre con zapatos distintos y mujeres abandonadas a la suerte de unos pocos muebles. Conozco el esfuerzo de los caminos y las baldosas levantadas en esquinas soleadas, atrapadas por la distancia desconsolada que las distingue unas de otras. El esfuerzo más tarde escrito en los repetidos regresos al origen inapelable que alguna vez hubo antes de que Ulises tan siquiera escuchara una sirena. El esfuerzo, el que primero se apura y después se decepciona dándose un baño en la piscina vacía de aquel hotel en quiebra en el desierto de Atacama. ¿Y la memoria? ¿Quién es ella? Lengua chica que no significa nada. Ya no. Lengua húmeda deglutida, lamida, besada, articulada en el deseo oscuro del tiempo perdido en libros, úteros y toallas secas, prometidas, anónimas y bien dobladas. Toco la puerta. ¿Mamá estás? Es viejita y no escucha bien. Hijo mío… ¿Volviste? ¿Comiste? Te ves flaco y tristón. Sí, no. Estoy bien. ¿Hay torta de nueces mamá? No hijo, pero te preparo algo. Creo que aún queda pasta de ayer. La hizo tu padre. No lo despiertes. Está durmiendo poco y mal. Su cuerpo chiquito se pierde en la cocina. No tengas miedo mamá. Sólo necesito un abrazo largo. Su cuerpito se acurruca entre mis brazos. Todo va a estar bien. Yo estoy bien. Abre la heladera y sale mal olor. Saca un taper. Me mira con un gesto cómplice, fugaz, que sólo yo conozco. La bombilla pelada ilumina las pieles verdosas rebotando en las paredes. Comimos en silencio, casi sin mirarnos, sabiéndonos anteriores a la aparición de las dos nubes. La pasta estaba fría y cada palabra pensada se arreglaba en el espejo del comedor antes de que se fueran sin decirnos nada.

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