DILSIZ BALIK
“La felicidad no es un concepto, es una vivencia, usted lo sabe.” Frank Ruiz - así decía llamarse - abrió los ojos y los volvió a cerrar inmediatamente al igual que sus labios fríos y siempre húmedos. Tras la ventana había empezado a lloviznar y la perspectiva de la calle arbolada perdía sus contornos en favor de una idea general de masas y volúmenes. Algo parecido a lo que esa misma tarde le sucedía al doctor Caniff.
“En otra época me llamaban Pez mudo, ¿sabe Usted por qué?”
“No. No lo sé... ¿Porque no te gustaba cuando te llevaban a pescar?” aventuró.
Frank sonrió y no dijo nada. El doctor ojeó furtivamente el libro sobre la mesa, la silueta a contraluz de Frank, la forma de su cabeza pelada de una redondez casi perfecta. Ahora no le veía los ojos, pero los sentía. Tenía como se dice vulgarmente, los ojos en la nuca, así que, aunque estuviera de espaldas al doctor observando tras la ventana la difusa calle arbolada, éste podía ver perfectamente la angustiada mirada “trasera” de Frank.
“...pero yo no quiero ser yo mismo!” se quejó por fin el muchacho que empezaba a dejar de ser niño.
De todas las patologías que Caniff había conocido en su dilatada carrera, ésta era probablemente la más desconcertante. No entraba en ninguna tipología estudiada hasta entonces, y le inquietaba sobremanera el grado virósico con que sutilmente iba penetrando su propia psiquis al punto de temer ser disuelto en la saliva del niño-muchacho.
Frank proclamaba no tener parientes, pues como afirmaba, él no había nacido y por el mismo motivo, tampoco moriría. Así que el doctor Milton Caniff se encontraba frente al primer caso de inmortalidad que recordara. Sabía que aún contaba con tres o cuatro sesiones más, pero lo que ahora más le preocupaba era la enorme cantidad de saliva que generaba en cada sesión con Frank. Terminadas las mismas, la cantidad de saliva volvía a normalizarse. Mandó a analizar al laboratorio químico una muestra en busca de algo anormal, pero el resultado dio negativo. Aún aceptando que la secreción salivar fuera provocada por motivos de tipo psicosomático que de alguna manera la presencia del paciente Ruiz le provocaba, lo que más le intrigaba, era que su saliva tenía además un sabor diferente al que estaba habituado.
“... pero sólo si te conoces, puedes verdaderamente ser.” Caniff quiso morderse la lengua y no haber aceptado jamás aquel caso. Había dicho la palabra sin querer. Sabía que desbloquear nuevamente el silencio de Frank, le llevaría ahora el resto de las sesiones de las que disponía. Fuera de su consultorio, ya nadie apoyaría una prórroga a su investigación. “Te está haciendo daño Milton; lo mejor en estos casos es abandonar el caso antes de que él te abandone a ti” fue lo último que le advirtió el director del centro cuando lo vio con aquellas ojeras, seis kilos de menos y escupiendo constantemente hacia un costado. No había asco en su expresión, ni tampoco ningún deseo de justificarse, sin embargo la situación se iba envileciendo imperceptible e ineluctablemente, hasta amansarse en la paz de un refugio inexpugnable: cada sesión que tenía con Frank. Frank Ruiz. Trece años. Encontrado en una calle de Estambul en estado comatoso y miserable. Dos meses después, cuando despertó en la dura cama de un hospital público turco, declaró en perfecto español y con acento inequívocamente uruguayo sus deseo de retornar a la patria. Largos trámites mediante, con los oficios del cónsul en persona, fue finalmente repatriado (ante la ley uruguaya basta que una persona se declare uruguaya, aún sin documentos, para que el estado le otorgue amparo provisorio, hasta que se confirme la identidad del sujeto o se demuestre lo contrario) Llegado a Montevideo, habiéndose comprobado la ausencia de familiares o conocidos, así como la inexistencia de documentos públicos librados a su nombre -el proporcionado por él, se sobrentiende- fue recluido en el INAU, a la espera de que el juez de menores se expidiera... Caniff tomó el caso. El juez se expidió: era un farsante que debía ser devuelto a Turquía. Se encontró en sus ropas un pequeño libro escrito en Turco, cuyo título “Turbios Turcos y otros relatos” corroboraban el idioma en el que el muchachito gritaba en las noches durante sus pesadillescos sueños - dicen las malas lenguas, que bajo los efectos de los fármacos que el mismo doctor Caniff le proporcionaba -.
Pero la tarde en que Milton le pidió que leyera el libro, Frank no pudo. “Soy analfabeto doctor” le dijo. “Mi cuerpo nació en la escollera Sarandí. Mi padre es Turco de Kirsehir y mi madre rusa, de San Gegorio.” Los elementos de la compleja fabulación de Frank se iban entretejiendo con aparente azar, pensaba el doctor, mientras en su boca crecía la bola de saliva hasta el punto de impedirle hablar. Entonces salía, recorría el largo corredor del hospital hasta el baño, y escupía allí en el urinario sucio y maloliente como todos los urinarios que había conocido y en los que hasta entonces, no se le había ocurrido escupir. Aprovechaba para pensar en el siguiente paso de su estrategia con Frank, pero al regresar por el corredor, todo sus pensamientos se iban disolviendo, se iban atenuando hasta ser casi inexistentes. ¿Sería por eso que no lograba avanzar ni un ápice con el caso? En las madrugadas de insomnio se levantaba a escribir posibles informes, provisorias conclusiones, bosquejos de ideas, y todo terminaba en absurdos garabatos, dibujitos que lo regresaban a cuando él también tenía trece años e iba a pescar con su padre a la escollera. ¿Tenía que declararse vencido o era capaz de darle a su situación un vuelco espectacular? (a su situación o a la de Frank? se preguntaba a veces) Obviamente se había encariñado con el niño, o muchacho, y esto tal vez propició un equívoco mecanismo de identificación que le impidió tomar la debida distancia. ¿Pero cómo evitarlo si el afectado ya no era sólo Frank sino que, paulatina e inexorablemente comenzaba a serlo él mismo? La saliva no lo dejaba casi hablar y lo amenazaban no solo con quitarle el caso sino con expulsarlo del centro para su deshonra profesional y humana. Si no lograba desbloquear al muchacho de su mutismo en las próximas horas, estaría todo perdido. La última vez que mencionó la palabra “SER” fueron dos meses de silencio. Entonces sólo pudo contentarse con ser un testigo silencioso de aquel extraño por mitades, muchacho-niño. Frank llegaba (siempre escoltado por un guardia de menores que permanecía afuera), se paraba frente a la ventana dándole la espalda y allí se quedaba, en silencio, con los ojos muy abiertos y atentos a lo que sucedía en el exterior. Así estaba, una hora, a veces una hora y media, hasta que se lo volvían a llevar. De más está contar el amplio abanico de recursos que el doctor Caniff intentaba en esas ocasiones. Recursos ampliados y/o corroborados por algunos de sus colegas que, con cada vez mayor preocupación, veían en Caniff un camarada de profesión perdido en las tan temidas como inciertas trincheras del enemigo.
Un día Frank Ruiz le dijo: “todo se disuelve. El silencio, la vida, el aroma de la existencia...” pero como Caniff tenía tanta saliva acumulada no pudo -ni supo- qué responder. En cambio, salió rápidamente y con paso apurado atravesó otra vez el extenso corredor que conducía al baño. Fue allí que se dio cuenta a qué cosa sabía su saliva: a pescado. A mojarrita fresca en un día de febrero antes de la tormenta mientras acompañaba a su padre a pescar. Cuando regresó, el guardia ya se había llevado a Frank. Luego supo que esa noche intentó escapar del instituto y fue confinado a una celda de alta seguridad. Caniff ya sabía qué cosa sucedía cuando los muchachos entraban en ese régimen...
Por una vez, logró que lo trasladaran a uno de los pabellones del hospital bajo su custodia directa. Expidió a los efectos, un certificado médico rigurosamente ilegal, declarando un brote psicótico sólo controlable si el niño estaba a su alcance en un pabellón cercano.
Dormía sentado a su lado. A veces le tomaba el pulso, otras se acercaba para sentir si respiraba o discernir algo en el murmullo entrecortado de los sueños del muchacho. Se había llevado un pequeño urinario para salivar sin tener que ir cada vez hasta el lejano baño. Leía y releía el libro en turco con un alfabeto tan familiar como incomprensible. Hasta ahora solo había logrado hacerse traducir (por el abuelo turco de un amigo de su mujer) los títulos de los cuentos y los datos en la primera página de la publicación fechada en 1956. Uno de estos relatos se titulaba Pez mudo, y la mención del mismo en boca de Frank, lo impulsaba a imaginar fantasiosas conexiones que debía rápidamente refrenar si no quería perder el hilo conjetural de su tratamiento. De todos modos, la traducción completa del libro, o al menos de aquel cuento, tardaría unos veinte días, pero como temía haber perdido para entonces el caso, se lo hacía enviar párrafo a párrafo a medida que lo iban traduciendo. El cuento, al menos hasta el momento, no guardaba ninguna conexión con la historia de Frank. Se trataba de un viejo cazador en las montañas del Kurdistán que perseguía desde hacía años a un oso gris que había matado a su hijo pequeño años atrás, tomándose el asunto como algo personal.
Milton Caniff debía redoblar sus esfuerzos de comprensión. Las sesiones se desarrollaban ahora durante tres y más horas. La guardia se había duplicado e incluía un funcionario dentro del consultorio, cosa que irritaba profundamente al doctor. Frank se negaba a hablar. Seguía tieso, observando por la ventana, hasta que esa tarde el doctor Caniff, en una súbita inspiración, se acercó y la abrió de par en par. Una bocanada de aire frío entró de golpe. Llenó sus pulmones de aire y suspiró sonriente, apoyando su mano en el hombro de Frank: “He ahí el mundo querido Frank. Es todo tuyo! ya te puedes ir ... puedes volver a Turquía o quedarte en Montevideo, o irte a donde te de la gana...” El guardia, alarmado, se levantó inmediatamente desde la penumbra del rincón. Caniff hizo un gesto para detenerlo. Sin moverse de su lugar, Frank dio un escupitajo hacia afuera y dijo sin volverse, tras una eterna pausa: “Gracias doctor, pero no puedo irme si nunca vine... El mundo existe porque usted existe, pero usted no es el mundo. Cuando usted dice “el mundo”, dice solo un nombre, una forma y así la verdad se escapa siempre...”
“¿Y cual sería según vos la verdad, guacho de mierda!” gritó fuera de control el guardia a pesar del ademán contenedor de Caniff.
Entonces el muchacho giró lentamente su rostro hacia los dos hombres atónitos, que vieron cómo de entre sus labios apenas entreabiertos, se asomaba aún boqueando el pequeño pez. Un par de segundos después, se lo volvió a tragar.