PABLO DOTTA

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LA CAJA DE TATÚ

Cuando llegó al centro de la arboleda se tumbó para descansar mientras observaba tras de sí el ramaje oscuro de la noche. Las huellas que había seguido tenían agua dentro y subían por el sendero de la cuchilla al otro lado, aunque después no volvían a bajar. Las perdió más tarde y encontró varias diferentes y se pasó un buen rato por el bosque acechando como lo haría un cazador, pero cuando quiso regresar antes de que anocheciera, sintió los pies entumecidos, y para entonces ya había perdido la petaca con Grappa y maldecía haber dejado ir al Pardo.

Recorrió el predio de la estancia, sin carteles ni nada, sólo escuchando el chapoteo de las suelas y el zumbido a lo lejos de sus oídos. Alzó la vista hacia el bulto del cerro del otro lado del río y más allá del campo de Rivera. Visualizó las uñas de sus pies sin cortar hacía más de dos semanas y el cuero húmedo de los botines que se resecarían luego al sol. Pensó que ya había andado bastante y que con eso bastaría aunque demorase todavía un tiempo en reconocer su rostro como sucedía siempre que cambiaba cada cien años de sangre y de vestuario. Incluso las ninfas deben sacarse los abrojos, pensó; nosotras que no vemos nuestro reflejo ni arrojamos sombra, nosotras que vivimos del deseo de los demás, e incluso pudiendo cantar como las sirenas, preferimos no hacerlo para experimentar el silencio del mundo; nosotras que vivimos más de trescientos años en soledad y que… escuchó las ramas quebrarse bajo la hojarasca, luego el olor intenso y ácido. El Pardo la miró entornando las orejas y relinchó contento al verla. Bajó la quijada, bufó e hincó las patas delanteras. La breve luna brilló en sus ojos antes de desplomarse. Puso su mano en la herida del pecho de la que manaban borbotones de sangre. ¿Quién te lo hizo? ¿Quién fue? ¿Fue él verdad? Reparó en sus pestañas largas y duras y en el vaho de su aliento flotando a ras del suelo antes de disiparse por última vez. Una imagen vino a su mente: tendría doce años cuando le arrancaron las pestañas una por una. Eso ¿en donde fue? No lo recordaba. No recordaba siquiera el motivo de su presencia allí, hasta hace nada apremiada por la exactitud de sus deseos. Se acercó al río y mojó su rostro, la cabeza anidada entre los hombros, la expresión borrosa en el agua circular bajo la que los bagres devoraban el desove de las tarariras. Hace cien años y un día ese río se desbordaba llevándose el cadáver inflado del Pardo e inauguraba así de olvido sin pena aquellas tierras ahora sólo buenas para el pastoreo. 

Angustia, euforia, miedo… ¿Qué le estaba pasando? Podía apropiarse sin esfuerzo de esos recuerdos cuyas imágenes se agolpaban en el estómago, el pecho… de todo eso había sentido hablar, y aunque los pudiera comprender, hacía un esfuerzo enorme por extirparlos de su carne. A veces creía conseguirlo, como ahora, que habiendo llegado la sangre al río, un sentimiento de venganza le tensaba los dedos de las manos y le endurecía el cuello. Aquella segunda noche de la segunda centuria, soñó con las pestañas largas y blancas de vacas y ovejas, y con el ojo abierto de su buen caballo pardo asomándose al abismo de sus propios ojos. Soñó con su herida en el pecho como si la hubieran apuñalado a ella misma. 

Estornudó y vagó aturdida, sin pestañear, por la llanura inmensa en donde se empozaba el agua entre islotes de recuerdos inconexos. Fue entonces cuando vio la caja de madera flotando. Cargó con ella sujetada por dos cinchas a modo de mochila, sintiendo los hombros lastimados luego de andar hasta la media mañana hambrienta y con sed. Si algún rumbo siguió, probablemente fue hacia allá, dijo observando el tembloroso bosque que se divisaba a más de diez leguas como un espejismo tras el sol arrollador. Pero ¿por qué dejaría la caja? ¿Para que yo la encontrara? Una caja cerrada y sin aperturas, con las venas en listones apretados, barnizados, sin herraje a la vista, sin nada dentro, dado su peso y mudez. Alguna razón habrá. Todos tienen siempre alguna razón, ¿has visto? Todos en este mundo hacen las cosas por alguna razón. Espera. ¿Y si yo estuviera ahí adentro? Quiero decir, eso que llaman alma, si mi alma estuviera guardada allí sin poder salir? ¿Cómo haría para escapar!? No puedo abrirla… y si la abro, ¿le haré daño sin querer?, ¿la afectará la luz? Dios mío, ¿hace cuanto que estás allí?

Caminó dos días más cargando la caja de cedro sobre su espalda. Encontró de comer raíces y nueces pecana en el bosquecillo de nogales. De aquí a allá su piel había rejuvenecido; transpirada y ruborizada como la piel del durazno, luminosa de repente como el filo de su espada. Entonces, un vaivén de sensaciones placenteras le recorrieron el espinazo haciéndola vibrar, inflándole los pechos, los lóbulos de las orejas y también los labios. Bebía de los arroyos y seguía el curso invisible de las torcazas cuando percibió un sonido apagado, como un balbuceo, una frase breve y quejosa. Desmontó la caja de la espalda y quitó las cinchas. Acercó su rostro y creyó escuchar el sordo reclamo en la cavidad sellada. Golpeó una y otra vez hasta fisurarse la muñeca. Buscó una piedra conque romper la madera, pero la que encontró no era suficientemente grande como para abrir una vía en el impenetrable cedro. Volvió a acercar el rostro, pero lo único que pudo escuchar fue su propio aliento. Observó la muñeca del brazo derecho hinchada, la caja inalterable como una roca que hubiera sabido desde mucho antes que ella cualquier posible respuesta. Permaneció allí, sentada al lado de la caja, observándola de reojo, enojada, alterada por la difusa tristeza conque una nueva noche y un nuevo amanecer acaecerían sin motivo alguno. Se vendó el antebrazo y la muñeca con el dobladillo arrancado al bajo de su pollera. Maldijo andando alrededor con un botín en cada mano, sintiendo el fango empozado entre los dedos de los pies blancos y hermosos surgidos de la tierra negra y blanda. Los arrojó contra la caja inmutable y altanera que se negaba a hablar. Suspiró con los brazos en jarra sin dejar de mirarla, concentrada, convocando la idea de dioses humanos que no conocía pero había escuchado decir. Si vas a hablar hacelo ya! gritó. Dio una vuelta más alrededor. Si vas a decirme en dónde encontrarlo, este es el momento, y no, no digas que no sabés de qué te hablo. ¿Qué escondés ahí adentro? ¿Una maldición? ¿Municiones? ¿Un gran reloj? ¿Mil plomadas y una daga? Decí, decilo de una buena vez que no estoy loca ni quiero ser más una ninfa! Y no me hables así, medio abrasilerado, medio moribundo, preguntando por tu caballo en Masoller; no, no me mires así porque no te tengo miedo. Maldita caja, maldita seas, seas de quién seas! …Yo solo quiero encontrar a mi padre.