LA CASA QUE NO ESTABA

“Igual que ayer” murmuró vistiéndose en el sembradío de lo que nunca hubo. Alivianó la carga del bolso comprado muchos años atrás y al que le había modificado la correa para que no le dañara el hombro. Llevaba un frasquito de tinta, una plumilla, una libreta Midori, seis consuelos y una idea fija. Antes de salir dio vueltas por la casa. Cerró persianas y las llaves de paso de agua y gas. Trabó puertas y cajones y desenchufó la heladera y el lavaropas. Se sentó en el sillón del que sacudió la tela estampada que alguna vez fue un chal de su madre. Suspiró observando en la penumbra la biblioteca en frente, demasiado pequeña para la carga de libros que tenía. Dudó si llevarse el libro de Chuang Zu, pero desechó la idea, por su peso y forma. De todos modos lo llevo conmigo en mi memoria, en cada palabra que escribiré, se dijo. Permaneció en silencio, sopesando el sándwich que comería en el camino. Bueno, ya es hora. Palpó las llaves en el bolsillo del jean gastado. Se levantó a tomar un vaso de agua, así que tuvo que volver a abrir el paso de la cañería. La volvió a cerrar. “Igual que ayer” repitió. Se detuvo en el vano de la puerta de la cocina y observó los ángulos del techo en donde sutiles telarañas velaban por las incipientes manchas de humedad que ese invierno ya no arreglaría. Que no tendrían arreglo. Entonces apareció como otras veces. El mismo sentimiento, repentino y silencioso, ligero y contundente, familiar y sin embargo inesperado por el tiempo que llevaba sin verlo, sin decirlo, sin hablar con él. Ahora que lo observaba, las palabras, sus palabras, se repetían en ausencia de otros recuerdos, queriendo distraerlo del motivo original que lo había animado a volver justo en el momento en que iba a partir. Esas palabras, se presentaban con lentitud, a veces acumuladas en frases agolpándose contra los rincones de la casa, especialmente aquellos a los que nunca llegaba la luz. Otra veces se desperdigaban indiferentes, como si la suerte individual de cada una de ellas pudiera hacerlas abjurar de ser dichas por aquellas otras frases ya formadas, orgullosas de su sentido y que, invariablemente, le provocaban desdén pues sabía que no sabían lo que decían, ni lo que querían, y mucho menos lo que creían creer. Entonces se dispersaban a la menor vibración del aire que las sostenía, en una maniobra dilatoria para distraer la atención de la inevitable presencia del sentimiento del que manaban sin cesar. Se filtraban por las endijas de los cajones y las persianas, incluso por las ranuras del entablado del piso de madera cuyo olor a cera le recordaba sin saber por qué, el barro pisoteado tras la lluvia cuando el júbilo era un niño descalzo y azorado por la maleabilidad del mundo. Al fin agotadas, las palabras se dispersaban eufóricas o se dejaban llevar pusilánimes en su tristeza por cualquier corriente desoída de la casa. Entonces el silencio se ensañaba en la prestidigitación de las horas fatuas encarnadas en ellas, y aquel sentimiento volvía a mostrarse, espectral y famélico, como sopesando el espacio que ocupaba para precipitarse casi de inmediato en el vértigo silencioso de su afán. Se mostraba a sí mismo de manera oblicua, urticante, pretendidamente indiferente a las consecuencias que vendrían luego, acaso fulgurantes, ralentizadas en su sístole de muerte, acechando por igual a cuadros abandonados, sobras de comida, calcetines mal emparejados y libros sin leer. Sería por eso que aquel sentimiento nunca lo miraba a los ojos, pues no los tenía ni nada decía porque nada tenía para decir. Además, considerando el comportamiento errático de las palabras cuya utilidad era a todas luces inservible, no le permitían salir a caminar o sentir el hambre correspondiente a cualquier decisión que tomara, por simple o vanidosa que ésta fuera, y en nada cambiaba el hecho de que el sentimiento permaneciera allí, inmóvil, sin uñas ni boca, sin ojos, a la escucha de todo lo que ya sabía le reprocharía en futuras ocaciones. Es cierto que bien podría optar por abandonar el barrio, el país o el universo conocido de sus costumbres. También era cierto que ese sentimiento, nunca cansino ni agresivo, podía elegir abandonarse a sí mismo ignorándolo a él. Él que le había otorgado vida con el fin de reclamarle más adelante algún efecto compensatorio al enorme esfuerzo de invocarlo para nada, para nadie, ni siquiera para argumentarlo con más evocaciones sanativas, alimentadas de polillas y exorcismos que al igual que ayer, lo amenazaban justo ahora que iba a salir a caminar. Aquellas palabras, éstas, las mismas, que decían puerta, llavero, pared, agua; se desvestían ante él, pulcras, sin vergüenza ni misterio, sobre la alfombra que no había en la casa de la que ya se había ido.

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