HAYDN

— El primer movimiento es un allegreto…— Le susurró ella entusiasmada mientras se abanicaba con el programa.

— Yo tocaba con la Armónica de Marsella. La Armónica es una amiga mía de Marsella…

— Shhh. Escucha. — Dijo ella con un rubor que sólo podía excitarlo. Tal vez por eso le llevaba la contra. Se habían conocido pocos días antes en una eléctrica como desconcertante noche de malentendidos. Pero había triunfado el intercambio de neutrones.

— Hay uno que desafina.

— Shhh.— Se molestó ella.

— Con partitura delante toco hasta yo…

— Es sublime este cuarteto.

— Para cuarteto los Beatles.

Estaba ansioso sin saber por qué. Aunque aún no habían tenido sexo, presentía que la debacle duraría poco. Ella lo había invitado al concierto de Haydn. El nunca había asistido a un concierto y tal vez eso elevaba sus prevenciones y los pocos modales. Ella volvió a chistar y se quedó escuchando embelesada, sin mirarlo, cosa que lo irritaba pues lo desplazaba del centro. No soportaba aquella música. Carraspeaba inquieto. Sentada al otro costado, una mujer atractiva, tal vez pasaba los cincuenta, lo relojeaba. Parecía no tener mucho interés por el concierto. La mujer susurró:

— Qué preciosidad! Me imagino en el XVIII de Goya, en Palacio!

— Y yo me imagino en Venecia en una góndola.

— También, claro. Y con el cuadro de Goya de los majos bailando…

— Yo decía en el supermercado Venecia, caminando entre las góndolas.

— Shhht. — Chistaron en la fila de atrás.

— Menos mal que alguien me comprende.— Continuó él cambiando de piernas.

— Ah, tan incomprendido! jaja

— Yo por ejemplo a este Haydn me lo imagino bajo una lluvia a cántaros.

— Pues a mi me hace acordar a Bocherini.

— ¿Te imaginas una noche de tormenta en el castillo de Drácula?

— ¿Dracula? No! Jaja.

— Bueno. Pues ese soy yo.

— Shhht.— se volvió a escuchar. Del otro lado su promesa eléctrica ni se enteraba.

— Una vecina mía estuvo en el Castillo y se quejó. Le dijo a mi mujer: Chata, a ver si pasás la moqueta porque aquí hay polvo del siglo X…. 

Se hizo un silencio largo e incómodo. La cincuentona parecía arrepentirse de haber hablado. Seguro no comulgaba con su ironía. Tampoco la chica del otro lado. Nadie en realidad. Ahora que lo pensaba, nadie captaba su esencia, y su esencia era esencialmente demasiado solitaria como para ser captada. Las notas musicales se arremolinaron y luego volvieron a calmarse hasta asentarse en una especie de meseta soporífera. El hombre abrió y cerró la quijada separando la membrana de los tímpanos asordinados.

— ¿Bocherini quién es?

Alguien de atrás elevó la voz.

— Silencio!

Miró hacia los lados como buscando y volvió a la carga.

— ¿A ti te gusta Mozart?

La señora no contestó. 

— Bueno, está bien, a mí me gusta Aristóteles y tampoco digo nada.

Se rascó la cabeza y volvió a ver a su prometida tanto más joven que él.

Latía entre las notas la posibilidad de una repentina elevación al reino estupefacto de su sexo. Ella lo miró brevemente y siguió atenta a la entrada del Andante. Cuando posó su mano tibia sobre la de él, cerró los ojos y se dejó arrastrar por el silencio de la lluvia cayendo a cántaros en el teatro vacío. 

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