PABLO DOTTA

View Original

REMOLINOS

De mi infancia tengo en general recuerdos agradables. Más que recuerdos claros, sensaciones dulces, olores a eucaliptos quemados, a jazmines, a cosquillas en la barriga y canciones de los Beatles. Podría ir hilando recuerdos hasta llegar a este momento, sólo por evitar la elipsis brusca, nítida, aguda, que conduce a esta angustia cuya única coartada es la de testimoniar el fracaso ondeando como emblema en un campo de batalla en donde todos han sido derrotados. Podría remontarme en remolinos hasta volver a ver al vendedor de soplos de azúcar en el Parque Rodó, el Tacoma saliendo entre nubes de tormenta por la escollera, o la brigada de teatro de mi padre entre tanques rusos y milicianos adolescentes asustados en la noche más larga del mundo, allá en Cuba, durante la crisis de los misiles. Pero no. Elijo lo que tengo a mano. Por ejemplo, los ojos saltones de Nancy, la enfermera del Centro de Tratamiento Intensivo, en donde estoy ahora, a la que pido humillado limpiarme pues me cagué de improviso. Podría hacer una analogía entre los dos ciclones dirigiéndose al mismo tiempo hacia Cuba vistos desde un satélite, y las dos infecciones arremolinadas en mis pulmones que el doctor Kurt me muestra en las placas. Dice Kurt que si ésta neumonía me agarraba ochenta años atrás, ya estaría muerto, al menos para la estadística promedio de un mundo sin antibióticos. Lo dice él, ¿o mis amados Conrad y Michel Serres? Pero algo impide que al hilvanar esta serie de acontecimientos logre progresar en un sentido dramático, en una argumentación darwiniana de los acontecimientos. Algo que ahora no encuentro ni en la risa de mi madre -refugio infinito de azoradas certezas- ni en ese apagado sol iluminando apenas el aire frío conque la franja de capiteles y azoteas se hacen visibles desde mi cama del CTI. No entiendo bien lo que pasó la noche anterior. Deduzco que algo grave. Me alivia pensar que por el momento no hay sitio más seguro para mi que este lugar, con Nancy y su murmullo conspirador, cortándome con una tijera los pelos con caca del culo, mientras me habla del “filtro” y su simpatía militante de aquel entonces con la gente de ETA. Pero mientras establezco lentamente  asociaciones, de pronto hay bolsones de otras voces, de otros razonamientos, que impiden al relato avanzar, o al menos mantenerse como el borboteo de la bomba de oxígeno mantiene mis pulsaciones. No sin fastidio escucho voces:    

— Totalmente de acuerdo. Ahora bien, vamos a volver a hablar de lo que me habías dicho con respecto al ultimátum del Sahel?

— Del Sahara?

— Del Sahel, no del Sahara.

— Es lo mismo.

— No. No es lo mismo.

— Bueno, prácticamente lo mismo.

Entiendo que continuar es importante. A toda costa, continuar con el murmullo, con la lengua leve golpeteando el paladar, la tácita taquigrafía de los silencios en medio. Continuar a pesar de todo con la escritura pensada para que esas dos voces cobren sentido: si perdiste tu espejo en el desierto, ¿por qué lo buscas en otro lugar?

Indiferentes a la tormenta de arena que comienza a alzarse a lo lejos, los dos beduinos piensan que el otro bien podría haber actuado como su doble, aunque la sola idea de otra idea metafísica les causase un profundo malestar, predisponiéndolos a enfrentarse el uno con el otro… hasta el final… En todo caso no volvieron a hablarse, como si el argumento estuviera por antonomasia adherido a la lírica de su memoria o a la secuencia argumentativa conque sus sistemas cognitivos acentuaban cualquier probabilidad de duda.

Permanecí un buen rato sin entender la sombra azulada en mis manos, cortados los dos brazos en diagonales duras, abruptas, mi rostro también, probablemente escondido tras el respirador, con la sagacidad de un pintor que, familiarizado con la escuela Veneciana, no pudiera más que constatar con redundancia lo que, fuera de tiempo y espacio, hizo después, mucho después, el afamado impresionismo.

En otra vida quise ser pintor. De esa etapa todavía conservo un caballete y varios lienzos pintarrajeados con candor y poco más. Ah! Y mi rostro azul a la sombra inevitable del cielo despejado del desierto marroquí, antes de que por allí pasara Delacroix.

Hoy, que la pintura ya no es relevante en la conformación del imaginario simbólico de la sociedad, me siento aliviado porque habiendo tenido la pasión, me faltó la trementina necesaria para los cientos de miles de pinceladas que requiere el domino de un oficio que, por otra parte, siempre ha tenido por misión la de convertir almas bajo el insultante fetichismo del “ver para creer”.

Así que ni pintor, ni cineasta ni escritor. Prevenido de mis propias limitaciones, siempre apliqué anestesias locales a aquello que bien podría haberme otorgado un instante de irresponsable felicidad. Historietista de mi propia confusión, queriendo querer sin poder, al menos logré reafirmar culpas y creencias que luego demostrarían, como era de esperar, ser más que aceptables y sin duda llevaderas. Pero volvamos a Kurt. “¿Ves la sala de allá? Morían como moscas.” Alcé como pude el punto de mira sin alterar el respirador ni los brazos cableados a antibióticos, anestésicos y sueros. ¿Quienes? Pregunté. “Los del Covid. Hasta la semana pasada los sacábamos en bolsas. Fue terrible… Y ahora como si nada… Ya pasó.” Me miró con una sonrisa barbuda y ojerosa, noté un collar de verrugas en su cuello. “Anoche por poco te entubamos. Lo peor ya lo pasaste… Todo viene o proviene del estrés. Esa es la madre de todas las enfermedades. Ahora investigamos un cuadro diabético que se te disparó con la infección. No te preocupes, todo va a estar bien.” Se quedó en silencio mirando por el ventanal impoluto de la  moderna habitación, la franja visible de azoteas y cielo esperanzado. “Me voy a tomar una semana de vacaciones. Las necesito. Pero quedás a cargo de Rodríguez-Pons, el mejor médico que tenemos por acá. Un gusto ¿eh?” Escuché cerrarse la puerta corrediza. Apenas si escuchó el gracias inútil apartándose de mi voz. Pensé en Nancy y todo lo demás, y todo lo demás, aún siéndome familiar, me observaba desde las alturas de un minarete antes del muecín.

Pensé de pronto, sin sorpresa, en el linaje inadvertido que unían a Carpaccio, Veronese y Tiepolo… Hasta allí llegó la pintura, me solacé en reflexionar sintiendo todo el espacio, todo el aire liviano que estos pintores fueron capaces de hacerme respirar. Claro que luego hubieron honrosos epílogos. Delacroix y Cézanne, estuvieron allí tan sólo para marcar el límite del eterno retorno. Sí, luego de Cézanne, se acabó la pintura, concluí con inútil desdén.  Allí empezó otra película. Una película de vampiros que dura hasta el día de hoy…  Respiré con dificultad, buscando abrir el pase de aire un poco más, como si con ello pudiera compensar la aleatoriedad conque cualquier cosa que se me ocurriera pretendía acreditarse.

Un recuerdo un suceso, un suceso un recuerdo, como diría Onetti, y eso que me prometí no citar a otros escritores. Me molesta esa literatura acerca de la propia escritura, con guiños y homenajes constantes a sí misma, buscando validarse frase por medio a cuento de nadie. Bien, pues caigo en eso sólo porque tengo una justificación. Sus ojos saltones, los de Onetti, los que me miraban en Madrid cuando lo entrevistaba para un film. Esos ojos escrutándome entre el vaho estivo y sudoroso de una madrugada madrileña, se parecían a los ojos de Nancy, la enfermera. Eran tan idénticos, que por un momento le pregunté si nos conocíamos de antes. No, no hay que trabajar por dinero, me dijo, sino por vocación… ¿pero quién puede? Casi nadie. Y sin embargo… Los ojos de Nancy asomaban a punto de saltar tras el barbijo, el gorro y el plástico protector del rostro. Sólo porque me lavó el culo tiene todas las llaves de mi condescendencia, como las tuvo Onetti. Ella conoce la impotencia que me impide, la más fallida, esencial y pura que alberga en mi cuerpo todas las cifras de mi existencia. Me muestra su rostro sin máscara en el celular, anunciando un futuro posible, una verdad que, no siendo tal, merecía la pena incitar. Y, aunque fuera una simple conmiseración sin segunda intención, demostraba un manejo notable de la psicología del moribundo, una pulsión protegida entre la realidad de mi deseo y su hastiado desencanto, tan parecido en el fondo al mío: haber vivido por exceso de expectativas, haber vivido de ese enorme esfuerzo. En la foto aparece con pelo negro exuberante, cayendo en rulos destellantes por el flash, los ojos desorbitados, alzando un brazo que se adivina rollizo tras la sonrisa ataviada con diez años menos. Nancy anuncia con voz deslizada bajo la colcha, que ya casi me pasan a intermedios. Así que perderé los privilegios que la incluyen. Comenzará otra vez la lucha por la supervivencia en una habitación con otros supervivientes, sin doctores Kurts, ni prometida guerrillera vasca huyendo de la mano conmigo por los Pirineos. Tampoco habrán fisioterapeutas haciendo de animadores impostados de una recuperación que ahora solo quiero retrasar. Debo ganar tiempo. Pero tiempo ¿para qué?

En tanto han pasado los días con la curiosa desidia de las desgracias de los demás. En la cama de enfrente, Fernando, un cincuentón flaco como un manojo de yuyos, con fracturas de fémur y costilla múltiples gracias a un accidente rutero en donde alguien lo atropelló por detrás. Concentrado y con una mueca de fingido rencor, lo escucho hablar con su mujer de la indemnización que cobrará por partida doble y que le permitirá dejar de trabajar para siempre, a él, simple buscavidas de la Costa de Oro. Hay un humor cínico y tácito compartido, e incluso inhibido por el aura “intelectual” que conceden no sé si mis silencios o los libros de Chuang-Zi y de mitología griega dejados a su suerte en mi mesita móvil.

A la izquierda, Santiago. Lo ingresaron anoche, con un coma diabético. Tendrá veinticinco años y su novia, Valentina, lo acaricia rogándole amor eterno y devoción, mientras él le de la espalda. Parece salida de una película de Leo Carax, con una gabardina amarillo lavado y el pelo corto con un jopo a lo Tintín. Su sonrisa desdentada cuando me mira con los ojos vidriosos, delata, junto a sus manos de albañil, un origen humilde. El otro ni se entera. Ella camina nerviosa de un lado a otro intentando hablar por celular sin conseguirlo. Es un celular de los viejos, sin pantalla táctil. Me pide el mío con una confianza compradora, como si no cupiera otra posibilidad que yo estuviera allí para salvarla… Que ya me lo devuelve, que ella me lo recarga que… Se lo doy. Sale al corredor ansiosa, hablando rápido y bajo, gastándome todo el crédito que necesito para hablar con mis amigos y decirles que me traigan algunas cosas de aseo personal, dado que aquí, en “intermedios”, esas cosas ya no son optativas como en el CTI.

Valentina me ofrece galletitas anticipando mi indignación. Me cuenta cómo se conocieron en un baile en la ciudad vieja, el amor eterno que se juraron a las faldas del cerro de Montevideo, en donde se encerraron en una casita sólo para el vértigo del amor y de … “Y de las drogas”, me advierte en voz baja Fernando, mientras Valentina se ha ido de nuevo con mi celular. Sebastián duerme o hace que. “Y de las drogas…” repite en voz baja aferrado a la baranda de la cama con una mueca de dolor. “Cuando fuiste al baño ella andaba revisando tu locker. Ojo. Estos son drogadictos que se hacen internar porque acá tienen todo gratis y más en invierno: cama, comida, baño, refugio calefaccionado… Ojo. ¿Entendés?” Fernando se acomoda la manguera del suero… “el personal acá no puede hacer nada… esto es un hospital público. Por ley deben darle atención a todo el mundo.” Sebastián se da vuelta con un leve mugido. Flaquísimo y alto, el pelo largo y la barba imberbe. Los pies ampollados rebasando el largo de la cama. Entran unas enfermeras. Fernando y yo hacemos como si no supiéramos nada, como si nos nos enteráramos de nada, nunca, jamás, desde siempre. Como si eso importara a alguien. Ellas chequean sueros y antibióticos, miden glicemia, reparten pastillas como en una fiesta de cumpleaños. Todos acatamos sin chistar, felices por dentro, graves por fuera. Incluso Sebastián que ahora abre un ojo sobresaltándome. Sonríe. “¿Y Vale?” Me pregunta. “Dijo que ya venía… De hecho, no le decís cuando vuelva que no se olvide de mi celular?” digo subrayando con énfasis ridículo la última palabra. “Claro que no se va a olvidar…” afirma famélico, hastiado. Se vuelve a dormir con una sonrisa leve y piadosa. Busco con la vista a Fernando pero no lo encuentro. Escucho la cadena del baño. Sale andando con dificultad con dos muletas. Me mira con una mueca cínica: “no tendrías que haberle dado el celular…” “No se lo di. Se lo presté”, aclaro sin necesidad alguna.

Esa noche paso en vela, escuchando las conversaciones latosas provenientes de la enfermería en el corredor, añorando el silencio voluptuoso del CTI. Tras la puerta que conduce al otro pabellón, algún grito desgarrado seguido de un llanto más allá.  Pasos, ruedas de camillas crujiendo, la alarma de una auto en la calle distante, desconocida, ajena.

Entra Valentina cargando bolsas. Entra en sigilo pero con la convicción de un vendaval. Me mira. Me hago el dormido. Lo besa, lo acaricia, lo vuelve a besar. Me mira. Ruido de nylons. Saca una milanesa al pan. Sebastián se incorpora, se la devora. El fuerte olor se mezcla con los efluvios de gases y desinfectantes. Ella le da refresco, esconde la botella. Me hace una seña de silencio delatando mi espionaje. Hace un gesto de hablar por celular y me sonríe. Entra al baño. Escucho la cadena, luego la ducha. Desde la penumbra Santiago eructa. Me descubre y sonríe haciendo un buche de Nix. “Viste? Te dije que iba a volver…” Se queda dormido como si un interruptor oculto lo activara y desactivara sin transición alguna. Al rato sale del baño Valentina. Me observa entrecerrando los ojos, secándose la cabeza. Se recuesta junto a Sebastián diciéndole al oído cosas incomprensibles. Ahora se levanta, habla por el celular mientras acomoda ropa en un bolso. Se estira el buzo hacia abajo, me dice que ya vuelve. Los ojos almendrados, las cejas adivinadas, los labios húmedos, los senos repletos y alzados bajo el buzo liviano. Sale. La escucho hablando, alejándose por el corredor en damero. Se encienden abruptamente las luces. Es la enfermera a cargo con un guardia. Me pregunta: “¿A dónde está?”. El guardia recoge el bolso, la gabardina amarillo otoño olvidada por la amante del pont neuf. Sebastián ni se entera. Fernando se da vuelta como quien ha sido picado por un mosquito y sigue durmiendo. La enfermera: “Ella no se puede quedar acá sabés. Con el Covid están prohibidos los acompañantes nocturnos.” Me encojo de hombros, como si yo tuviera algo que ver con las disposiciones. Se llevan sus cosas. “Señorita, mi celular! Dígale que me devuelva el celular!” Al rato Fernando asoma la nariz bajo la sábana. “Te dije. Te dije. Ya te fijaste en tu locker?” Me llamó la atención la palabra porque yo hubiera dicho roperito o plackard. “No, ahí sólo está la ropa sucia que tenía cuando me ingresaron…”

Amanece. Escucho murmullos, chistidos. Sebastián está subido a una banqueta, asomado por la banderola de la alta ventana que da a la calle, cosa en la que recién ahora reparo. “Te amo. Yo también. No. No me dejan. No importa yo te amo. Yo mucho más amor de mi vida. Vuelvo más tarde. ¿Tenés hambre? Yo ahora te traigo de comer. Andá a descansar mi amor. Vuelvo en la tarde. Voy allá y vuelvo y te traigo ropa. No ropa no. ¿Te tomaron la glicemia? Si. ¿Cuanto te dio? Cuatro cientos veintisiete. Pah. ¿Pah qué? Cómo te amo! Traeme galletitas. Sí, ya voy mi amor, en la tarde me dejan entrar y te llevo de todo mi amor. Descansá. Vos también. Chau. Chau, chau. Chau. Te amo sabés. Yo también mi amor. Chau. Mi amor. No, vos sos mi amor. No, vos, vos sos…” Lo escucho volver a la cama. Le doy la espalda. Me invade una indignación que… Entran las enfermeras con gran despliegue de inyecciones y pastillas. Estoy a punto de denunciar el probable robo de mi celular, pero algo me lo impide. Me arreglan la vía, me sacan sangre intravenosa, pego un grito infanto-dolorido. “No te preocupes, Valentina va a volver. ¿Necesitás algo de ahí afuera?” Murmura Romeo-Sebastián en tono de complicidad carcelaria, mientras lo inyectan en la nalga con un rezongo de mil demonios porque descubrieron la envoltura de la milanesa y el envase de Nix. “Tu colación”, dice la enfermera mostrándome una manzana minúscula y arrugada. “¿No la comiste? Mira que tenés que comerla.” Es increíble, pienso, el noventa por ciento de las enfermeras acá son obesas. “¿Va a venir el doctor? Porque tengo que preguntarle varias cosas. ¿Pasará hoy? Van dos días que no pasa!” Insisto con voz alta y destemplada, elevada con rabia a los oídos sordos de mi inhumana condición. “Siempre pasan antes del mediodía, pero hoy no. Hoy hay paro”. Veo a la enorme enfermera pez-bola ojeando mi libro en la mesita. ”A mi también me gusta la mitología griega”. “¿Ah sí? Qué bueno!” musito … “Sí, llevo tatuada en mi pierna derecha a Ákame, la hija no reconocida de Zeus…” Me deja los antibióticos y se va. “Más tarde paso a controlarte la glicemia.”

Sintió unas notas azules. Eran notas disminuidas de una escala dórica y no las emitía ningún instrumento, sólo estaban allí, permaneciendo con él, sin oponerse a nada, cuando entre la ligera neblina surgió el jinete. Se detuvo al verlo y se llevó la mano al oído. Tragó saliva, porque no escuchaba nada. Temía sentirse un provinciano bien pensante, temeroso del desplante, así que olvidó su nombre y dijo Cartujo. El jinete, sin esperar un segundo, partió al galope calculando el desborde al girar sobre la arboleda, salpicando terrones de tierra, desacatando cualquier orden, apretando la grupa, sangrando las ancas, amortiguando los ruidos en tropel con la espalda corvada de viento, las rodillas orquilladas, los dientes repicando en el campanario sin campana de su cráneo, el mentón alzado de pelos desairados, el recuerdo zumbado de aire antes de partirlo el sable, la sangre desbocada en nariz y boca, la cabeza toda de lado, a punto de caerse. En fin, el grito sin grito, el horizonte inclinándose en los ojos redondos, sin párpados, haciéndose cada vez más distante, más vasto e inalcanzable.

Cuando abrí los ojos me hirió esa luz maldita del techo fluorescente. La silueta de Valentina casi sobre mi rostro, susurrando. “Gracias por el teléfono… lo necesito para encontrar al padre de Sebastián… ya te lo devuelvo. ¿Vos pensás que soy chorra? Lo amo con todas mis fuerzas. Yo lo amo tanto… ¿no se va a morir verdad? No voy a dejar que se muera así, acá, lejos de mi.” Apartó la vista brillosa, aspiró los mocos. Alejó su aliento de mi nariz entubada. Me faltaba oxígeno. “Vale, tranquila”, carraspeé. “Hoy, aquí y ahora… No hay lugar en el mundo más seguro que éste para él.” Ella me miró, escondió su rostro con las manos. Volvió a mirarme entre los codos, intensa, larga, agreste. “Con respecto al celular…” dije, “no sos la única que tiene problemas, yo también lo necesito…” aventuré sintiéndome condenado a  pagar por adelantado tres años de culpas. Mensaje en mi celular. Con reflejo felino, Valentina besó la comisura de mis labios y salió de la habitación haciendo un ademán de ya vuelvo. Nunca más volvió.

Horas después entraron a la habitación la enfermera de Ákame y un guardia con mi celular. “Te lo manda la chica esa… ¿Revisaste tus cosas?”, preguntó el guardia. “Tenemos órdenes de que no vuelva a entrar.” Miró con desafección el cuerpo flaco y estirado desbordando la camilla. “Otras veces han rapiñado ya por acá”. La enfermera hizo un gesto vago con la cabeza antes de que se marchasen. “Más tarde paso a controlarte la glicemia”.

Miré a Sebastián, pero dormía otra vez como un tronco. Verifiqué el crédito. No tenía. “El cargador… ¿en donde quedó el cargador?” murmuré y el celular se apagó. Escuché la cadena, Fernando salió del baño con sus muletas. “Te presto el mío si querés”, dijo no sin cinismo. “Yo ya hablé con mi mujer. El abogado dice que me voy a forrar!”

Pensé en cambiar el número cuando saliera del hospital. No quería estar sujeto a que ella me llamara, o peor aún, a ser geolocalizado por la policía si se le ocurría asaltar algún banco… ¿O era exactamente eso lo que deseaba? Una historia de amor, de vida y muerte, de sangre ensalibada, de carne soliviantada, ensoberbecida, guareciéndonos en cada poste, en cada bifurcación de las afueras de la banlieue a la hora del crimen señalado. La apreté contra un rincón, en el muro pintado con Mujica, la mirada bandolera con un gorrión asomándose entre el pelo. Le puse la medallita al cuello y me sentí perdido en la noche que me regalaba sus alas. De pronto era eso, nada más, saltar el muro dándose a la fuga. Valentina, nido al que poder volver sin pedir nada a cambio.

Caminé tres idas y vueltas por el corredor en damero del hospital. Cada pocos metros me detenía y jadeaba, pero era evidente que ya podía andar. Por la puerta entreabierta de una de las habitaciones en el pabellón de mujeres, vi a una anciana pintándose las uñas, desvelada. Me miró seria bajo la hermosa cabellera blanca, los ojos transparentes, la dignidad azorada, organizada en pequeñas brigadas para resistir a la larga noche. Sebastián roncaba sobre su codo con una sonrisa beática, en el baño sonaba la cadena y yo me orinaba. Las luces de la noche palidecían y en aquel silencio repentino, absoluto, había una promesa de estabilidad. Un decimal Pi aseverando su pérfida infinitud.

Un amigo vino temprano. La primera visita desde que entré. “No me dejaban pasar!” Protestó. Observó con atención a su alrededor y bajó la voz. “¿Qué hacés acá? ¿Tenés que salir de acá!

¿Tenés un cargador?

Ah, por eso no contestaste el celular! ¿Qué modelo es el tuyo?

El cuatro, creo.

Yo tengo el siete, qué cagada! No son compatibles…

¿Me trajiste el corta uñas?

La puta madre!

¿Toallita?

Y no, si no me dijiste!

¿Y la pasta de dientes?

No te puedo creer… Esperá voy ahora a comprar!

Tranquilo. Mañana…

Te traje agua y un yogurt…” Revolvió la bolsa. “… y unas galletas… ¿Cómo estás?”… Abrió el paquete de galletas y empezó a comérselas sin convidar. Masticó mirando a Sebastián quien roncaba a pata suelta. “¿Ché vas a ir?”… dijo ofreciéndome una galleta. “¿A dónde?”…  Caí como un estúpido. “A chuparle la pija al conde”. Al reír  redoblaron los dos ciclones arrojándome a orillas de esta playa. Anduve algunos metros inclinado entre el viento y mis rencores hasta hallar refugio a la luz de una caverna. Moribundos se reían allí los dioses, al saberse esclavos de los hombres.