Los locos
Mermelada era la de mi abuela, dijo limpiándose con la servilleta. Y escritores… escritores eran los de antes: atentos y diligentes a los deseos ambivalentes de los demás. “Morir antes de morir” decían elevándose, liberados de los dioses, imaginados por el mundo No manifestado, ahogándose sus últimos pensamientos en el mar tormentoso iluminado por sus conciencias.
De aquella ilusión a ésta, mediaba solo el vacío alguna vez intuido tras la telaraña de párrafos mal construidos, amontonados, alzándose como una muralla separando los dos reinos: el de la tierra seca y el de los bosques, el de las voces y el silencio, el de las almas aferradas a las formas y el de las formas entregadas a la orgía de los acontecimientos.
Flujos y reflujos conformaban el anegado estuario de tan sufrida geografía, escurriéndose entre los dedos la tinta ensangrentada, derramada e ilegible en manchas echadas a la suerte de lo inefable.
Entonces desperté entre los gusanos de mi cadáver podrido y sentí la ternura de tu caricia. Al besarte me dejé arrastrar por la saliva espumosa y sin viento de la paz infinita que te albergaba… Si el amor es cosa de locos, los locos tendrán la razón ¿no te parece?
Alzó la vista buscándola. Ella se llevó el tazón de café humeante a los labios. Parecía no escucharlo; abstraída y entredormida aún a la luz del desayuno resplandeciendo en sus hermosas manos.
¿Lo soñaste o lo escribiste? preguntó ella sin mirarlo, sabiendo de antemano la respuesta.
Dímelo tu, le dijo el hombre dejando a un lado la servilleta. Acostumbrados como estaban a desoírse, acaso entregados a la vaga memoria de lo desconocido, se miraron largamente masticando en silencio el pan con mermelada.