PESCADITOS 8

 Salió con tiempo. Las chinches le habían provocado ronchas en la cara y en las rodillas. La barba canosa de tres días tal vez disimulara en algo el enrojecido cuello y mentón. No se rascaría y, si alguien le preguntaba, diría que una picadura le produjo una reacción alérgica pero que ya estaba tomando anti estamínicos, cosa que de todos modos nadie preguntaría. Así que remontó la avenida hacia el metro. Debía hacer una estación en dirección Pantitlán y luego cuatro en dirección Indios verdes. Recargó la tarjeta del metro con monedas de uno y de cinco pesos hasta que la máquina le rechazó la última. Con una sonrisa segura rebasó el barrilete y anduvo entre el gentío apresurándose, aunque tuviera tiempo de perder dos trenes, incluso tres. Debía llegar a las cuatro, pero si lo hacía a las cuatro y cuarto, también estaría bien. No era necesaria la puntualidad. Según su cálculo, del metro Balderas a lo de los hermanos Ularte habrían unas doce cuadras a pie, que haría en veinte minutos caminando despacio. No quería llegar puntual y, si se adelantaba, podía comprar agua mineral en un Oxxo. La boca la tenía reseca así que sería bueno llegar con los labios humedecidos para mojar la caña. Maldición, me olvidé de las cañas dijo rascándose con disimulo el mentón. Mejor así, no sea cosa que decepcione la expectativa de gran músico en gira que creo haber despertado en el primogénito de los Ularte, pensó saltando adentro del vagón anaranjado que ya cerraba sus puertas. 

Cuando descendió en Balderas verificó en su celular la dirección en la que debía caminar. Confiado lo apagó y pensó que con eso bastaría para orientarse e incluso para perderse unas cuadras y hasta también comprar una botella de agua. Caminó sin ansias. Luego dobló una gran avenida en el sentido opuesto al indicado. A lo lejos había visto una calle arbolada con una vereda de baldosas salidas y manchas de sol que le recordaban a Montevideo. Un cierto espíritu despejado, libre, lo invadió; algo que lo hacía reconocerse como el mismo y a la vez diferente de aquel que hasta hace no mucho caminaba por el barrio sur. Giró dos veces hacia la derecha y comenzó a sospechar que se había perdido. Esto parece la Roma norte y Roma norte es lejos de dónde voy, se dijo mientras se detuvo a observar una vidriera de libros. Hacía poco había escuchado una grabación de un cuento de Rulfo leído por el propio autor. Un cuento que lo había impactado. No sabía si era por esa voz pastosa, como arrastrada, surgiendo de un remolino de polvo y oscuridad, o si era por el cuento en sí, ofrendado al dolor austero de las almas enterradas en el barro reseco y suplicante por una gota de lluvia en el pueblo de Luvina. Como fuese, cuento y voz eran una y la misma cosa y ahora, mientras caminaba entre el azar de calles y recuerdos, sintió la leve beatitud que le confería su propia auto indulgencia: no querer hacer otra cosa que dilatar el momento de llegar a su destino. Pasos rítmicos y algunos tropezones, semáforos, sirenas, miradas furtivas a las chicas, humo de tacos y voceos rasposos entre organillos y sobacos sudados, todo se iba alternando con maravillada naturalidad mientras rumiaba la pena sobre la espalda antojadiza y encorvada en la tierra seca de Luvina. Viejas nubes nublaban el resplandor de su frente, y los párpados cerrados lo protegían de lo que apenas había visto, y de las palabras vigilantes que lo nombraban, casi siempre invisibles a lo imaginado, desordenadas y acaso enemistadas con los recuerdos que ahora lo acosaban como el deseo por una mujer.

Evidentemente he caminado en círculos cada vez más alejados en la dirección contraria a los Hermanos Ularte, pensó sintiéndose ligero y beneficiado por el crédito de tiempo que se había otorgado en cumplimiento de una misión que sólo a él le incumbía: volver a tocar su clarinete.  

No hacía un mes que había llegado a Mexico y el instrumento se le había roto de tanto viaje, de tanta saliva y nicotínico aliento. Googleando dio con la pequeña casa de reparación de instrumentos de viento, asentada desde finales del siglo XIX en los trémulos confines de trompetas mariachis, cantos líricos y crudas desafinadas rezumando orines evaporados en la plaza Garibaldi. Su desafinación crónica tal vez tuviera arreglo a la luz de un nuevo “temperado” impulsado por la tradición de los sonidos impalpables, hechos sólo de aliento y deseos empedrados en la penumbra de la calle Pescaditos número ocho. El local en sí conservaba la fachada demorada por la mugre y los signos del tiempo abandonado a su suerte. La falta de inversión o fe en el progreso otorgaban al pequeño local una afección que invitaba a aventurarse en el secreto insondable de ese silencio que sólo puede habitar entre las notas de cualquier escala musical. La diferencia entre mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre, es que ellos no tenían competencia, le dijo Ularte, sexta generación. Eran los únicos y por ello los mejores. Pero ahora hay competencia por todos lados y eso nos obliga a ser realmente los mejores. No es fácil, pero tenemos lo que los otros no tienen, amor genuino que solo el tiempo atempera. Sonrió y me señaló unas fotos amarillentas en la pared del álbum familiar. Todo lo que suena bien suena en el tiempo, ¿no le parece? Pasele el jueves. Su clarinete va a quedar como un bebé recién nacido. 

El jueves llegó sin aviso y no importaba tanto el clarinete como saberlo soplado por las orejas y los dedos de un Ularte más viejo que su tatarabuelo. El acto de fe significaba mucho más que las mismas llaves ahora ajustadas y relucientes o que el Fa y el Mi tan desafinados como siempre. Traje la boquilla pero me olvidé de las cañas, por lo que no podré probarlo, dijo luego de haber entrado con casi una hora de retraso en Pescaditos ocho. Esta vez el lugar estaba lleno. Alguien salía cargando el estuche de una tuba, un muchacho soplaba con estruendo un resplandeciente saxo chino, otro joven esperaba su trombón con el bolso cuadrado de Uber eat en el regazo. No importa, confíe que le va a sonar como salido de fábrica afirmó el primogénito en medio de escalas y cierta excitación por el reencuentro entre los instrumentos y sus ansiosos dueños. Por supuesto confío. Pagó sin chistar y salió con el clarinete en la mochila. Cuando regresó a su casa, que no era suya sino de una amiga cineasta que se había ido a Veracruz por una temporada, desempacó el clarinete, colocó la boquilla y la caña y cuando se dispuso a soplar se detuvo, lo colocó en el soporte y lo observó un largo rato. Se rascó las ronchas de las chinches en el cuello y las piernas y luego cerró los ojos. Evocó entonces el sonido del instrumento e imaginó cómo sonaría ahora. Entre los dos sonidos se abrió de pronto un silencio largo, armonioso, familiar, un silencio envuelto por una melodía que nunca había escuchado, pero cuyo final presentía.

Esa tarde no se atrevió a tocar y en los sucesivos días se prolongó el silencio hasta que en el celular se activó la alarma anunciándole el próximo viaje. Analfabeto como era del azar, salió a la calle, observó el gentío y se dejó llevar rascándose como el que más. 

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